Infolatam[1]
Bogotá, 22 diciembre de 2014
Por Román Ortiz[2]
A estas alturas, es un secreto a voces en todas las cancillerías latinoamericanas que el régimen chavista en Venezuela se dirige hacia un irremediable colapso que arrastrará al presidente Nicolas Maduro. De hecho, la caída del barril de petróleo venezolano por debajo de los 55 dólares ha asestado un golpe mortal a las decrépitas finanzas del Estado Bolivariano. La esperanza en muchas capitales de dentro y fuera de la región es que este sea un “default” similar a otros sufridos por gobiernos latinoamericanos de todos los colores. Al fin y al cabo, en las pasadas décadas, las bancarrotas de Perú, Brasil y Argentina “solo” se tradujeron en un empobrecimiento generalizado de los sectores populares —otros hicieron fabulosos negocios—, una espiral de protestas sociales y un cambio de gobierno más o menos traumático.
Sin embargo, en los casos anteriores, los cimientos de las instituciones sobrevivieron y el fantasma de un desmoronamiento generalizado del Estado pudo ser conjurado. El problema es que la muerte del chavismo promete ser tan excepcional como ha sido la trayectoria del régimen que ha hundido Venezuela en el subdesarrollo político, económico y social. De hecho, la agonía del gobierno bolivariano combina tres factores que prometen generar una tormenta político-estratégica perfecta. Por un lado, una debacle económica que ha dejado el tejido productivo en un estado de postración como solo 45 años de estalinismo lo hicieron en Europa Central y Oriental. Por otra parte, una devastación institucional que solo se puede comparar a la creada por el personalismo y la arbitrariedad de dictaduras como las de Muamar Gadafi en Libia y Bashar al Assad en Siria. Finalmente, una fractura del aparato de seguridad estatal que recuerda en alguna medida al escenario previo a la guerra civil yugoslava, cuando ejército federal, guardias territoriales y formaciones de policía se alistaban para lanzarse unas contra otras.
La inevitable bancarrota económica
Por lo que se refiere al colapso económico, las cifras no dejan lugar a la discusión. Venezuela cerró el año con un tipo de cambio de 175 bolívares por dólar en el mercado negro –—a tasa oficial mantiene la fantasía de 6,3 por cada billete verde—, una inflación que algunos analistas estiman por encima del 100% y un desabastecimiento de alimentos de primera necesidad que la consultora Datanálisis situaba en el 70% en las redes de distribución oficiales. Todo ello se hace visible mientras estimaciones independientes —el gobierno ya no proporciona estadísticas— calculan que el déficit público está en torno al 17% y la economía se ha contraído en un 3% en 2014. Hace ya tiempo que los ascensos en la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB), los cuerpos de policía y los servicios de inteligencia no se otorgan por méritos sino por fidelidad al proyecto bolivariano. Así las cosas, no debería sorprender que la calificadora de riesgo Fitch haya reducido el valor de los bonos venezolanos a la categoría de CCC, lo que en lenguaje financiero significa una notable probabilidad de suspensión de pagos.
Pero más allá del negro panorama de las cifras financieras, la economía venezolana se enfrenta a la quiebra generalizada de su tejido productivo. De hecho, el chavismo ha demostrado una capacidad para destruir la estructura económica que en poco envidiaría a la de los comunistas chinos durante los años 50 y 60. La infraestructura del país se encuentra en bancarrota después de 15 años de abandono. Los cortes de luz son rutina y hay zonas de Caracas que cuentan con suministro de agua solamente media hora al día. Entretanto, los sectores productivos están en ruinas.
La agricultura se ha desmoronado como resultado de la reforma agraria impulsada por el difunto presidente Chávez que barrió los derechos de propiedad sobre la tierra, destruyó el empresariado rural y multiplicó unos esquemas de producción cooperativa completamente inviables. Al mismo tiempo, la industria privada ha cesado de existir por el efecto combinado de un aluvión de medidas que anularon su rentabilidad —desde la prohibición de despedir empleados hasta los controles de precios— y una oleada de confiscaciones arbitrarias. El resultado es que la tradicional petro-dependencia venezolana ha alcanzado niveles exorbitantes. Según el Banco Central de Venezuela, la proporción entre exportaciones petroleras y no petroleras pasó de 69%—31% en 1998 a 96%—4% en 2012. El problema es que la economía del petróleo, la única existente, tampoco va bien. En el periodo 1998—2013, Caracas paso de producir 3,4 millones de barriles diarios a apenas 2,5.
La destrucción de las instituciones
Paralelamente al desmoronamiento económico, las instituciones de la democracia venezolana han dejado de existir para convertirse en instrumentos al servicio de un proyecto ideológico o sencillamente oportunidades de enriquecimiento para redes criminales que han conseguido capturarlas. Primero Chávez y luego Maduro han utilizado cada resorte del Estado para forzar a los ciudadanos a apoyar al régimen, premiar a sus simpatizantes y castigar a los disidentes. La adhesión a la revolución ha garantizado acceso a los programas sociales bautizados como “misiones”, empleo público y “regalos” del gobierno, desde computadores hasta carros.
Entretanto, los opositores han sido marginados de cualquier ayuda pública y han visto cómo sus oportunidades económicas y sociales se reducían a medida que el chavismo adquiría un control absoluto de los órganos de gobierno. Dentro de este esquema, la conquista de la Justicia ha resultado clave para dejar al ciudadano indefenso. Sin ninguna contemplación, el ejecutivo ha recurrido a presionar o comprar a los jueces para obtener las sentencias que eran de su agrado. En su libro “El TSJ al servicio de la revolución”, los abogados Antonio Canova, Luis Alfonso Herrera, Rosa Rodríguez Ortega y Giuseppe Graterol han demostrado que la Corte Suprema venezolana no ha dictado ni una sola sentencia en contra del Estado entre las 45.474 emitidas en el periodo 2004—2013. Así las cosas, a nadie debería extrañar el encarcelamiento ilegal del líder opositor Leopoldo López.
En este contexto, cuando la oposición ha conservado una presencia significativa en ciertas instituciones, el régimen ha optado por destruirlas. Un buen ejemplo de este comportamiento ha sido la estrategia frente a los gobiernos estatales y municipales en manos de la oposición. El chavismo ha empleado una amplia gama de tácticas para hostigar a estas entidades, incluyendo retener sus presupuestos, perseguir judicialmente a sus líderes y restringir sus competencias en áreas como la seguridad pública. Pero además, ante la imposibilidad de someterlos completamente, ha preferido reemplazarlos progresivamente por estructuras de nuevo cuño que fusionan partido revolucionario y administración local: los consejos comunales. De hecho, estos organismos se han convertido en canales a través de los cuales el Estado distribuye buena parte de sus programas sociales. El problema es que los consejos no solamente son caóticos sino que además excluyen a todos los no chavistas.
Al mismo tiempo, una combinación de afanes ideológicos y desprecio por el conocimiento técnico ha conducido al Estado a una hipertrofia normativa que ha traído consigo parálisis, caos y corrupción. Si exceptuamos los experimentos socialistas de Cuba y Nicaragua, ningún gobierno latinoamericano como el venezolano ha intentado regular cada aspecto de la vida de sus ciudadanos, desde el margen de beneficio de las empresas hasta la educación en las escuelas. La paradoja es que esta obsesión por el control ha venido acompañada por una inmensa incompetencia. Todo se regula y nada funciona. Si se cumplen las normas, las actividades más sencillas se hacen imposibles. En consecuencia, la única opción para sobrevivir —desde mantener una empresa a flote hasta conseguir una caja de leche— es saltarse las reglas. El resultado ha sido una enorme expansión de la informalidad y la corrupción. El gobierno legisla, los ciudadanos sufren y unos pocos se enriquecen cobrando por las puertas traseras que agilizan trámites absurdos o facilitan medicinas imprescindibles. El Estado se ha convertido en un laberinto lleno de trampas y cualquier tiene que pagar para que lo guíen a la salida o arriesgarse a quedar atrapado.
La fragmentación del aparato de seguridad
La tercera variable que crea las condiciones para la “tormenta perfecta” venezolana es una quiebra del monopolio del gobierno sobre el uso de la fuerza. La República Bolivariana ha visto una expansión sorprendente de los órganos de coerción del Estado. Tradicionalmente, la estructura del aparato de seguridad venezolano había resultado considerablemente enmarañada debido a la existencia de un modelo militar que incluía cuatro fuerzas —Ejército, Armada, Fuerza Aérea y Guardia Nacional— al que se añadían la Dirección Nacional de los Servicios de inteligencia y Prevención (DISIP), el Cuerpo Técnico de Policía Judicial (CTPJ) y un entramado de fuerzas policiales de rango estatal y local.
Sobre esta base, quince años de chavismo han dado pasos decisivos para hacer el sistema completamente ingobernable. De hecho, el régimen ha creado otros dos organizaciones adicionales. Por un lado, el Cuerpo de Policía Nacional Bolivariana que asumió la responsabilidad de mantener el orden a nivel nacional. Por otra parte, las Milicias Bolivarianas que se han convertido en una fuerza paralela al ejército regular y teóricamente están llamadas a cumplir misiones tanto de seguridad interna como defensa exterior. A ello, se suma que el gobierno ha formateado ideológicamente dos de las instituciones de seguridad ya existentes: la DISIP ha pasado a llamarse Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN) y el CTPJ que se ha transmutado en el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC). En otras palabras, el modelo de seguridad bolivariano incluye 8 estructuras militares y policiales de alcance nacional a las que se suman las policías de estados y municipios.
Semejante laberinto organizativo se ha hecho cada vez más disfuncional como consecuencia de tres enfermedades. Por un lado, la politización de todo el sistema ha acabado con cualquier vestigio de profesionalismo y convertido a todos los organismos militares y policiales en una prolongación del partido de la revolución. De hecho, hace ya tiempo que los ascensos en la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB), los cuerpos de policía y los servicios de inteligencia no se otorgan por méritos sino por fidelidad al proyecto bolivariano y, sobre todo, al jefe de turno. El problema es que como la revolución incluye líderes y líneas políticas dispares así también los organismos de seguridad han quedado subordinados a facciones ideológicas contrapuestas.
Por otra parte, la corrupción ha disuelto las cadenas de mando policial y militar. Muchas unidades militares y policiales han dejado de seguir órdenes para moverse exclusivamente por el afán de lucro, buscando cada oportunidad para recibir sobornos o involucrarse en actividades ilegales como el narcotráfico o el secuestro. Finalmente, las rivalidades entre los organismos de seguridad y defensa se han desbordado. Ciertamente, la hostilidad entre la Guardia Nacional y el Ejército o entre este y las Milicias Bolivarianas son de larga data. Pero es que, además, la corrupción ha hecho los enfrentamientos más agudos y temibles. De hecho, la competencia por el control de las rentas criminales ha llegado a ser motivo de violencia entre miembros corrompidos de las distintas fuerzas de seguridad que no han dudado en echar mano de sus armas para asegurarse su parte del negocio frente a la avaricia de sus camaradas.
Bajo estas circunstancias, paradoja de las paradojas, el Socialismo del Siglo XXI ha creado las condiciones para la privatización de la seguridad. La inefectividad y la corrupción han desembocado en una espiral de criminalidad y violencia en las ciudades y los campos de Venezuela. Como consecuencia, han proliferado los “empresarios” de la seguridad disfrazados con distintos ropajes que imponen un nuevo orden sobre los ciudadanos a través de una combinación de coerción y poder económico. En muchos casos, se trata de estructuras político—criminales que conviven y colaboran con el régimen.
El mejor ejemplo son los llamados “colectivos”, grupos radicales que controlan barrios como el 23 de Enero de Caracas, donde se lucran con todo tipo de negocios ilegales, mantienen el monopolio de la fuerza y administran una variedad de programas sociales. Estos grupos —desde “Los Tupamaros” hasta “La Piedrita”— forman parte de las estructuras de protección del régimen y han jugado un papel clave en la represión de las marchas estudiantiles de 2014; pero al mismo tiempo han protagonizado enfrentamientos con la policía por el control de los sectores urbanos donde hacen presencia. En realidad, en un buen número de distritos periféricos de las ciudades, grupos como ellos son la única forma de gobierno disponible.
Hacia un estallido de violencia
Así las cosas, la secuencia del estallido venezolano se puede trazar con alguna precisión. La presente hecatombe económica está pauperizando a una gran parte de la población. En consecuencia, resulta inevitable que se produzca un incremento de la conflictividad social y política cuyo resultado será un aumento de las presiones para forzar la salida del gobierno de Nicolas Maduro y, en general, el final del régimen. De hecho, una encuesta de Datanálisis publicada el pasado octubre ya revelaba un aumento del rechazo popular hacia el presidente venezolano, que se situaba en torno al 67,5% de los encuestados. Todo un record en un país donde manifestarse en contra del gobierno puede tener consecuencias nefastas para los ciudadanos.
En un entorno institucional normal, estas tensiones políticas serían tramitadas a través de las instituciones con miras a avanzar hacia un relevo político ordenado. Pero al menos dos factores hacen imposible una transición sin sobresaltos. Por un lado, la dirigencia chavista sabe que no puede abandonar el poder sin exponerse a ser perseguida dentro y fuera del país por una lista de crímenes que van desde corrupción a violaciones de los derechos humanos. Por otra parte, las instituciones que deberían tramitar el cambio político —el Congreso, la Justicia, etc.— han sido convertidas en instrumentos de manipulación y represión por parte del oficialismo.
Como consecuencia, el gobierno responderá con dosis crecientes de represión a las protestas de una población que hace tiempo vio confiscados sus derechos civiles y ahora sencillamente no encuentra los bienes esenciales —comida, energía, etc.— que demanda su supervivencia. En cualquier caso, los límites de esta espiral represiva están marcados por las debilidades del aparato de seguridad chavista. A diferencia de casos como el régimen castrista, las Fuerzas Armadas y la Policía del régimen bolivariano están fracturadas por el faccionalismo político, la corrupción y los intereses regionales.
Bajo estas circunstancias, es muy dudoso que el llamamiento del ejecutivo a defender la revolución sea respondido de forma unida por militares y policías contaminados por el narcotráfico o “colectivos armados” que ven la crisis como una oportunidad para imponer el “verdadero socialismo”. Por el contrario, el estallido de ira popular podría ser el pistoletazo de salida para que distintas facciones del régimen, todas ellas armadas, se lancen unas contra otras en una disputa por los despojos del Estado. Resulta difícil aventurar si esta confrontación terminará en dictadura o caos; pero es seguro que traerá consigo violencia en una escala que la sociedad venezolana no contempla desde el “Caracazo” de 1989.
Una mirada a Venezuela casi inevitablemente trae a la memoria la conocida frase del líder girondino francés, Pierre Vergniaud: “la revolución, como Saturno, devorará sucesivamente a todos sus hijos y finalmente llevará al despotismo con todas las calamidades que siempre acompañan a este”. Pero como en otros experimentos de ingeniería social fracasados, la tragedia va más allá del naufragio de un puñado de intelectuales radicales y unos pocos aventuraros políticos. El verdadero drama reside en el destino de millones de ciudadanos comunes arrastrados al abismo por el fanatismo de algunos, la falta de escrúpulos de bastantes y la ignorancia de muchos. Las consecuencias del desastre prometen perdurar por mucho tiempo, a disposición de cualquiera que tenga la honestidad política para contemplarlas y extraer las imprescindibles lecciones. Ω
[1] Información y Análisis de América Latina: http://www.infolatam.com/2014/12/23/venezuela-la-tormenta-perfecta/
[2] Profesor de economía en la Universidad de los Andes, Bogotá. Investigador sobre violencia política y terrorismo. Actualmente desarrolla un estudio sobre violencia política en América Latina.