La cocinera de Moliere y la de Kant

Achille Campanile

Molière solía leer a la cocinera sus propias comedias apenas escritas, para ver qué impresión causaban en una mente simple. En esto no hay nada de extraño. Como máximo, lo único de extraño es que Molière tuviese cocinera. Se sabe que el juicio de los expertos sobre las obras literarias es siempre viciado, o partidista, o tendencioso y, en todo caso, no genuino. En consecuencia, nos parece estupendo el expediente de Molière.

En realidad, ahora que pienso, no sé si era sólo Molière el que procedía de tal forma y no hacían lo mismo también Balzac, Sardou y otros. Lo he oído decir a varias personas, y parece ser que casi todos los escritores franceses solían leer sus obras a las respectivas cocineras. Y huelga decir con cuánta alegría por parte de las cocineras.

Los que no podían permitirse el lujo de tener cocinera, o que solían comer en restaurantes, cuando tenían que leer una comedia se iban a casa de los amigos:

—¿Me permitís que vaya un momento a la cocina?

O bien se dirigían a las oficinas de colocación y daban lectura, en voz alta, a sus creaciones literarias, a las numerosas cocineras que se hallaban en espera de encontrar trabajo.

Pero esto no tiene importancia. Lo que interesa aquí es Molière, el cual tenía cocinera con la única finalidad de leerle sus originales. Naturalmente, necesitaba siempre cocineras iletradas; de lo contrario no le habrían servido. No se preocupaba de que supieran hacer un buen pastel o exquisitas salsas. Lo esencial era que fuesen ignorantes. Publicaba anuncios en los periódicos:

«Busco cocinera ignorante en literatura.»

Naturalmente, tras las primeras lecturas se veía obligado a cambiar de cocinera, ya que la mujer empezaba a adquirir cierta competencia en materia de comedias, con lo cual, su juicio dejaba de tener valor; razón por la cual, en casa de Molière había un continuo vaivén de cocineras y un continuo cambiar de cocina.

No les digo a ustedes cómo se resentía, a causa de ello, el estómago del famoso comediógrafo. Y cuántas veces, en su casa se tomaban los alimentos quemados o no se comía absolutamente nada. Porque Molière, tan pronto como acababa un nuevo trabajo, llamaba a la cocinera:

—Teresina

            —¿Qué hay?

            —Ven aquí, que he de leerte un drama en cinco actos.

            —Es que tengo la olla en el fuego.

            —No me importa. Ven aquí te digo.

Lanzando bufidos, la cocinera iba al despacho. Molière cerraba la puerta con llave y se ponía a leer:

            —Acto primero, escena primera…

—¡Figuraos,— decía la mujer —se ha puesto a leer cinco actos en verso a aquella cretina! Hoy no nos sentamos a la mesa.

Si la cocinera permanecía impasible, Molière quemaba el manuscrito.

En resumidas cuentas, quiero decir que todos conocen aquella costumbre de Molière según la cual representaba sus trabajos sólo si la cocinera mostraba apreciarlos. Pero pocos saben que también Kant había adoptado el mismo sistema y que publicaba sus obras sólo después de haber comprobado que sus escritos causaban una favorable impresión a la cocinera.

Cuando, por ejemplo, habían acabado un capítulo, llamaba a la cocinera y seguía leyendo:

«No se debe identificar la distinción saber puro y saber empírico, con la distinción entendimiento e intelecto; la empiricidad es más bien llevada por el entendimiento al intelecto. Pero esta empiricidad intelectiva no constituye la totalidad del entendimiento, sino cuanto hay de empírico en el entendimiento mismo, ya que hay también un saber sensible puro.»

A veces, la cocinera decía:

            —No he entendido bien la última palabra.

Y entonces, Kant lo rehacía todo de arriba abajo.

Mientras leía, Kant observaba de cuando en cuando la fisonomía de la cocinera. Si ésta mostraba un aspecto de aprobación, Kant publicaba; pero si la cocinera permanecía impasible, lo rompía todo. Ω


[1] Vidas de hombres ilustes. Plaza y Janes. España. 1975, p.129-132.