La sentía en todas partes y en todas las situaciones. La sentía cuando estaba cerca y cuando estaba lejos. No había un instante en que saliera de su corazón. Incluso mientras celebraba la santa misa o rezaba a solas, no se apartaba de su pensamiento.
Ella también pensaba mucho en él, pero el efecto anímico de esas evocaciones era distinto en uno y otra. Para él, ella era un regalo de Dios, y como tal lo disfrutaba. Lo hacía sentir más vivo, más agradecido a la vida. Gozaba de su presencia: su inteligencia, su sensibilidad y su ternura. Y en su ausencia recordaba, añorándola, sus palabras, su mirada, sus silencios, la atención absorta con que lo escuchaba.
Ella estaba encantada con esa amistad. La enorgullecía y la halagaba. Sabía que era un privilegio. Le fascinaba la conversación de su amigo, su cultura, su sabiduría, sus convicciones y su entereza. Pero no hay felicidad completa: una espinita en el pecho indicaba que a esa relación, muy intensa espiritualmente, le faltaba algo.
Ella era casada, con tres hijos, y él era un dignatario eclesiástico de altísima jerarquía, nada menos que cardenal y arzobispo de Cracovia. La estrecha cercanía le generaba a ella una tormenta emocional: sus sentimientos no eran solamente amistosos.
Eran grandes amigos. Se contaban todo. Así que ella decidió escribirle no una sino varias cartas haciéndole saber la tempestad de emociones y de confusión en que se hallaba envuelta.
Él contestó: “Mi querida Teresa, he recibido tres cartas. Escribes sobre estar rota por dentro, pero no puedo encontrar ninguna respuesta a esas palabras”.
Pero encontró una respuesta. Tres meses más tarde le regaló un escapulario como símbolo de “la dimensión en que te acepto y te siento en todas partes y en todo tipo de situaciones, cuando estás cerca y cuando estás lejos”.
Se trataba de una inequívoca declaración de amor, tan profunda y hermosa como el sentimiento que ambos compartían. Sentir a alguien en todo lugar y en toda circunstancia es una experiencia maravillosa, un extraordinario regalo de Dios, como él mismo reconocía.
No sé si esa omnipresencia le provocaba constante u ocasionalmente cierta apetencia, inadmisible en virtud del voto de castidad que formulan los sacerdotes católicos y el estado civil de ella.
Lo cierto es que él no renunció a su amiga ni cuando se convirtió en el papa Juan Pablo II: recibió varias veces en El Vaticano a la filósofa estadunidense de origen polaco, Anna-Teresa Tymieniecka, cumpliendo la promesa que le hizo una vez instalado en el trono de San Pedro: “Lo recordaré todo en esta nueva fase de mi viaje”.
Si lo que Anna-Teresa despertaba en Karol Wojtyla era más que el afecto amistoso y él venció la tentación en nombre de Dios honrando su voto, debemos reconocerlo como un Ulises espiritual amarrado al mástil de su fuerza de voluntad indómita, sin atender el canto de las sirenas del erotismo, ese fiero y dulce llamado de la naturaleza, de la sangre y del corazón.
Un martirologio anglosajón de mediados del siglo IX relata que, después de la ascensión de Jesús al cielo, María Magdalena —la mujer que más lo amó y a la que él más amó, sostiene Petrarca— lo añoraba tanto que “ya no podía mirar a otro hombre”, de modo que fue al desierto y allí vivió “desconocida por todos los hombres”. Jesús también la extrañaba pues, según el mismo texto, “cada día, durante las horas dedicadas a la oración, venían los ángeles y se la llevaban al cielo para nutrirla espiritualmente, depositándola después en su cueva en las rocas”.
Desde que están en el seminario, cuando los impulsos eróticos son más vehementes, a los futuros curas se les exige el celibato, impuesto cinco siglos después de Cristo, en el Concilio de Elvira. Se les priva de una de las vivencias más humanas, intensas y sublimes. En la mañana de su vida se les marchita la primavera. Se pretende que rechacen, por decirlo con palabras de Stefan Zweig, “esa materia impura que constituye la vida”.
Pero la libido sólo puede reprimirse, no cancelarse. Eros es el soplo divino que da vida y fecunda la tierra, que alivia ese vacío doloroso y esos abismos oscuros que los mortales llevamos en algún laberinto del alma y a los que a veces nos asomamos.