William Saroyan
—¿Quiere que me ría?
Se sentía muy solo y enfermo en el aula vacía, todos los chicos ya se había ido a casa, Dan Seed, James Misippo, Dick Corcoran, todos ellos por las vías del Southern Pacific, riéndose y jugando, y esta loca idea de Miss Wissig, agobiándolo.
—Sí.
Los labios severos, el temblor, los ojos, qué melancolía más patética.
—Pero no quiero reirme.
Era extraño. El mundo entero, las vueltas de la vida, en lo que llega a convertirse.
—Ríete.
La tensión que creía, eléctrica, su rigidez, el nervioso movimiento de sus brazos y su cuerpo, lo fría que era, y la enfermedad en su sangre.
—Pero, ¿por qué?
¿Por qué? Todo tan inmóvil, todo tan falto de gracia, tan horrible, las mentes atrapadas, algo que quedó atrapado, sin sentido, sin significado.
—Como castigo. Te reíste en clase, así que ahora, como castigo, debes reirte durante una hora, tú solo, sin nadie más. Apresúrate, ya has desperdiciado cuatro minutos.
Era vergonzoso; no era en absoluto gracioso, quedarte después de clase, que te pidan que te rías. No tenía sentido alguno. ¿De qué debía reirse? Nadie puede reirse porque sí. Tiene que haber algo, algo divertido o pomposo, algo cómico. Era todo tan extraño, sus modales, la forma en la que lo miraba, la sutileza; era atemorizante. ¿Qué quería de él? Y el olor de la escuela, el aceite del suelo, el polvo de la tiza, el olor de la misma idea de los niños habiéndose ido a casa; la soledad, la tristeza.
—Siento haberme reido.
La flor se doblaba, avergonzada. Estaba apenado, no se trataba meramente de una broma; estaba apenado, pero no por sí mismo, sino por ella. Era una chica joven, una maestra sustituta, y había cierta tristeza en ella, tan agazapada y tan difícil de entender; una tristeza que traía consigo cada día y él se había reído de ella, fue cómico, algo que ella dijo, la forma en que los miraba a todos, la forma en que se movía. No había sentido ganas de reirse, pero de pronto se rió y ella lo miró y él la miró a los ojos y por un momento hubo una vaga comunión, y luego la furia, el odio en sus ojos. “Te quedarás después de clase.” No había querido reirse, tan sólo ocurrió, y estaba apenado, avergonzado, ella tenía que saberlo, se lo estaba diciendo. Pepito Grillo.
—Estás haciéndome perder el tiempo. Empieza a reirte.
Se había inclinado para borrar lo que estaba escrito en el pizarrón: África, El Cairo, las pirámides, las esfinges, el Nilo; y los números 1865, 1914. Pero la tensión estaba allí, aún teniéndola de espaldas; el aula estaba en silencio y el vacío lo volvía todo más enfático, lo magnificaba todo, haciéndolo más preciso, con su mente, la de ella y la pena de ambas, una junto a la otra, conflictuándose; ¿por qué? Él trató de ser amable; el día que ella llegó, él quiso ser amable; sintió de inmediato su extrañeza, su lejanía, de modo que ¿por qué se había reido? ¿Por qué todo ocurre de manera tan falsa? ¿Por qué tuvo que ser él quien la hiriera cuando, desde el principio, quiso ser su amigo?
—No quiero reirme.
Atrevimiento y llanto en su voz, un llanto vergonzoso. ¿Pero qué derecho tenía para destruir algo tan inocente? No había querido ser cruel; ¿por qué ella no era capaz de entenderlo? Empezó a sentir odio frente a su estupidez, por su sosería, por lo empecinado de su voluntad. No me reiré, pensó; que llame a Mr. Caswell y que me azoten, pero no volveré a reirme. Todo era un error. Había querido llorar, o algo así, no lo sé; no había querido hacerlo. No soporto que me azoten, por Dios, me duele, pero no tanto como esto; me han dado en el trasero alguna vez, conozco la diferencia.
Bueno, dejen que lo golpeen, ¿acaso le importó? Le ardió y luego sintió un dolor agudo varios días, pensando en ello, pero déjenles, que lo hagan inclinarse, no irá a reirse.
La vió sentarse en el escritorio y observarlo; por haber estado chillando, se veía enferma y sobresaltada, y cierta piedad llegó a sus labios una vez más, la enfermiza piedad que sentía por ella, ¿por qué estaba causándole tantos problemas a una maestra sustituta que le simpatizaba, no una vieja y fea maestra, sino una pequeña chica agradable, asustada desde el principio?
—Por favor, ríete.
Y qué humillación, ya no se lo ordenaba, se lo rogaba, le rogaba que se riera cuando él no quería reirse. ¿Qué se puede hacer? Honestamente, ¿qué se puede hacer bien, por voluntad propia, no accidentalmente, que no sea lo equivocado? ¿A qué se refería? ¿Qué placer podría sacar de oírlo reir? Qué mundo más estúpido, el extraño sentir de las personas, la reserva, cada persona dentro de sí, queriendo una cosa y siempre obteniendo otra, queriendo dar una cosa y siempre dando otra. Sí, lo haría. Ahora sí se reiría, no por él, sino por ella. Incluso si esto lo enfermara, se reiría. Quería saber la verdad, qué era todo eso. Ella no estaba haciéndolo reir, le pedía que lo hiciese, se lo rogaba. No entendía qué sucedía, pero quería saberlo. Pensó, quizás pueda pensar en algo gracioso, y empezó a recordar todas las historias graciosas que había oído, pero era extraño, no se acordaba de ninguna. Y otras cosas graciosas, como la forma en que caminaba Annie Gran; vaya, ya no parece nada gracioso; y Henry Mayo, burlándose de Hiawatha, equivocándose; ya no parecía gracioso. Era cosas que le hacían reir hasta enrojecer y perder el aliento, pero había llegado a un punto muerto, inútil, by the big sea waters, by the big sea waters, came the mighty, vaya, ya no era gracioso; Dios, ya no podía reirse de todo eso. Bueno, tan solo se reiría, de la misma manera de siempre, sé un actor, ja, ja, ja. Dios, era difícil, era lo más fácil del mundo y ahora no podía soltar una sola risita.
No obstante, empezó a reirse, sintiéndose avergonzado e incómodo. Tenía miedo de mirarla a los ojos, así que se fijó en el reloj e intentó no detenerse, era algo extraordinario, pedirle a un muchacho que se riera por una hora y nada, rogarle que se riera sin ningún motivo. Y así lo haría, quizás no por una hora, pero lo intentaría; algo haría. Lo más gracioso era su voz, la falsedad de aquella risa; y luego de un rato le empezó a parecer muy gracioso, muy cómico y le hizo feliz ya que verdaderamente le daba risa, y ahora que se reía realmente, con todo su ser, con toda su sangre, riéndose de cuán falsa era su risa, en tanto la vergüenza se alejaba, se dió cuenta de que ya no era falso, de que era la verdad de su risa lo que llenaba el aula vacía y todo parecía encajar, todo era magnífico y ya habían pasado dos minutos.
Y empezó a ver cosas realmente graciosas por doquier, en toda la ciudad, la gente que caminaba por la calle, tratando de verse importante, pero él lo sabía, no lo engatusaban, sabía lo importante que eran, la forma en la que hablaban, siempre a lo grande, y toda esa pomposidad, toda esa falsedad lo hacían reirse; pensó en el predicador de la Iglelsia Presbiteriana, lo falso de sus sermones, Oh, Dios, hágase tu voluntad, y sin nadie que creyera en él, y la gente importante con grandes coches, Cadillcs y Packards, acelerando y desacelerando, yendo por todo el país, como si tuvieran un lugar al que ir, y los conciertos de la banda del pueblo, todo tan falso, todo haciéndolo reir, los grandulones corriendo detrás de las chicas cuando hacía calor y los tranvías que se desplazaban por toda la ciudad con apenas dos pasajeros, eso sí era gracioso, esos enormes vagones llevando solamente a una anciana y a un hombre con bigotes, y se rió hasta que perdió el aliento y su cara enrojeció y de pronto, toda la vergüenza había desaparecido y se estaba riéndose y miraba a Miss Wissig, y el acabóse, las lágrimas le corrían por los ojos. Por Dios Santo, no se había reído de ella. Se había estado riendo de todos esos tontos, todas las tonterías que hacían día tras día, toda la falsedad. Era desagradable. Siempre quería hacer las cosas bien y siempre las cosas se daban vuelta. Quería saber por qué, qué es lo que sucedía con ella, dentro de ella, su parte secreta, y él que se había reido para ella, no para sentirse a gusto, y ella allí, temblando, con los ojos húmedos y las lágrimas que le corrían, su rostro agónico, y él seguía riéndose de la furia y la desilusión de su corazón, y se reía de todo lo que es patético en el mundo, las cosas por las que la buena gente llora, los perros callejeros, los caballos que se tropezaban y eran azotados, los tímidos que en su interior eran aplastados por tipos crueles y gordos, gordos por dentro, pomposos; y los pajaritos, muertos en las aceras; y los malentendidos en todas partes, el conflicto sin fin, la crueldad, las cosas que vuelven maligno a un hombre, el crecimiento vil y el enojo empezaba a cambiar su risa y empezaban a asomarse lágrimas en sus ojos. Sólo ellos, en el aula vacía, juntos y desnudos en su soledad y su desconcierto, hermano y hermana, los dos queriendo cierta decencia, cierta limpieza en este mundo, los dos queriendo compartir la verdad con el otro y aún así, los dos, extraños de alguna manera, solos y lejanos.
Oyó que la chica contenía el sollozo y luego todo fue al revés, y él lloraba, honesta y verdaderamente, como un bebé, como si algo realmente hubiese sucedido, y escondió su rostro entre sus brazos, y respiraba agitadamente y pensaba en que no quería vivir; en que si así eran las cosas, quería estar muerto.
No supo cuánto lloró pero de pronto, se dió cuenta de que no había llanto ni risa y de que el aula estaba muy tranquila. Qué vergonzoso. Tenía miedo de levantar la cabeza y mirar a la maestra. Era horroroso.
—Ben.
En voz baja, calmada, solemne; ¿cómo podría volver a mirarla?
—Ben.
Levantó la cabeza. Los ojos de ella estaban secos y su cara parecía más brillante y más hermosa, como nunca antes.
—Por favor, sécate la cara. ¿Quieres un pañuelo?
—Sí
Se secó los ojos, se sonó la nariz. Qué tierra enferma. Qué sombrío era todo.
—¿Cuántos años tienes, Ben?
—Diez.
—¿Qué es lo que piensas hacer? Quiero decir…
—No lo sé.
—¿Y tu padre?
—Es sastre.
—¿Te gusta esta ciudad?
—Creo que sí.
—¿Tienes hermanos?
—Tres hermanos y tres hermanas.
—¿Nunca has pensado en irte? ¿Irte a alguna otra ciudad?
Era asombroso. Le hablaba como si fuera una persona madura, tratando de llegar hasta el fondo.
—Sí.
—¿Adónde?
—No lo sé. New York, quizás. O al viejo continente tal vez.
—¿Al viejo continente?
—Milán. La ciudad de mi padre.
—Oh.
Él quería preguntarle sobre ella, adónde había ido, dónde había estado; quería ser maduro, pero tenía miedo. Ella fue hasta el guardarropa y trajo su abrigo, su sombrero y su bolso, y comenzó a ponerse el abrigo.
—Ya no estaré aquí mañana. Miss Shorb se ha recuperado. Me voy.
Se sintió triste, pero no podía pensar en nada que decirle. Ella se ajustó el cinturón del abrigo y se puso el sombrero, sonriente, Dios, qué mundo, primero lo hacía reirse, luego llorar y ahora esto. ¿A dónde iba? ¿Es que ya nunca la volvería a ver?
—Debes irte ya, Ben.
Y allí estaba él, mirándola y sin quererse ir, allí estaba, con ganas de sentarse y observarla. Se levantó lentamente y fue hasta el guardarropa a buscar su gorra. Caminó hasta la puerta, sintiéndose enfermo de soledad; se dió vuelta para verla por última vez.
—Adiós, Miss Wissig.
—Adiós, Ben.
Y muy prontamente estaba corriendo por el parque de la escuela, y la maestra sustituta de pie en el patio, siguiéndolo con la mirada. No sabía en qué pensar, pero supo que estaba verdaderamente triste y que tenía miedo de darse vuelta para ver si ella estaba mirándolo. Pensó: Si me apresuro, quizás pueda encontrar a Dan Seed y a Dick Corcoran y a los demás, y quizás llegué a tiempo para ver cómo se va el tren de carga. Bueno, nadie lo sabría de todas formas. Nadie sabría alguna vez qué sucedió y cómo había llorado y reído.
Corrió por las vías de Southern Pacific, y los chicos ya no estaban allí y el tren ya se había ido.
Se sentó bajo un eucalipto. El mundo entero, un desastre.
Entonces comenzó a llorar una vez más. Ω
[1] Tomado de: https://laperiodicarevisiondominical.wordpress.com/2009/08/14/la-risa-william-saroyan/