Alejo Martínez Vendrell[1]
Para romper las cruentas cadenas del subdesarrollo, la historia nos muestra que no existe una vía fácil y desprovista de esfuerzos para lograrlo. Llevar a cabo la hazaña de saltar del Tercer al Primer Mundo no cae gratis del cielo; exige disciplina de trabajo, firmeza en la voluntad de superación, desplegar denodados empeños por mejorar tanto las propias capacidades como la competitividad internacional de nuestro aparato productivo, entre otros factores. Un elemento importante radica en disminuir sustancialmente la brutal desigualdad social que es esencia del subdesarrollo. Ahí es imprescindible concentrar magnos esfuerzos.
Apoyar a los sectores más empobrecidos, menos favorecidos de la sociedad constituye una tarea estratégica que se justifica no sólo por un ideal de justicia sino también por un pragmatismo funcional. No existe sociedad desarrollada con abismos de desigualdad social como los que aquí padecemos.
En la educación y formación de los hijos, entregarles sistemáticamente todo, satisfacerles todas sus demandas y aun sus caprichos sin limitaciones ni condicionamiento alguno, traerá como lógica y natural consecuencia el dejarlos desamparados ante las inexorables adversidades de la vida, el condenarlos a una deplorable incapacidad de alcanzar razonable autosuficiencia. Por ello, es que resulta imprescindible irles forjando una conciencia de que en la vida no todo es gratis, de que es indispensable ganarse satisfactores con su propio esfuerzo, de que es exigencia vital el forjarse una autodisciplina de constante superación.
Por desgracia, quienes se encuentran en posición social más desventajosa y que no pueden contar con los valiosos apoyos que les brinda una posición económica desahogada, son quienes, para superar esas desventajas, menos pueden darse el lujo de caer en el apoltronamiento y la indolencia. Puede parecernos sumamente injusto el que quienes cuenten con menos recursos económico-sociales sean quienes se vean obligados a desplegar mayores esfuerzos, a que carguen con más pesados trabajos a fin de superar esas desventajas, pero por desventura no todo en la vida se rige por una especie de justicia inmanente.
Hay una realidad injusta, y si queremos superar las desventajas que padece una clase social con menores recursos, la estrategia más equivocada que se pudiera adoptar es la de la absoluta condescendencia, la de eliminar y descartar el camino de impulsarles por la cultura del esfuerzo y la superación, la de asumir que por encontrase en desventaja no debiéramos exigirles mayores esfuerzos de constante mejoramiento, y que se siga optando por tolerar y aun estimular el bajo rendimiento académico durante la educación básica.
Esa lamentable estrategia está conduciendo a la eternización del empobrecimiento y la desigualdad. Es imprescindible encontrar o crear ingeniosas fórmulas para elevar sustancialmente la hoy deplorable calidad de la educación en los estados y municipios con mayor pobreza en el país. Es impostergable generar las condiciones materiales para que la niñez en tales circunstancias pueda disponer de niveles aceptables de alimentación nutritiva, de protección a la salud y de accesibilidad a funcionales instalaciones escolares, pero sobre todo es indispensable elevar el deplorable nivel de calidad educativa que hoy padecen, sobre todo en los territorios todavía dominados por la CNTE, la cual se resiste con desconcertante virulencia a perder sus perniciosos e injustificables privilegios y sinecuras.
Así como sucede en formación de los hijos, el meollo de toda eficaz estrategia de apoyo, de todo otorgamiento productivo de subsidios gubernamentales, radica en que estimulen los afanes por alcanzar la autosuficiencia, por motivar la propia superación. Los subsidios o canonjías que se eternizan sin condicionamiento alguno, sin impulsar hacia el persistente mejoramiento, se convierten en apoyos que en lugar de propiciar los esfuerzos de superación, estimulan con lamentable eficiencia el apoltronamiento, la dejadez, el conformismo y hasta cinismo con las relaciones de gravosa dependencia, con lo que desembocan en la paradoja de bloquear el fundamental objetivo de ascenso socioeconómico que debe dar razón de ser a los subsidios.
Existen estadísticas escalofriantes en torno a la pésima utilización que el gobierno federal le ha dado a sus recursos presupuestales destinados al combate a la pobreza, pero hay que preocuparse todavía mucho más cuando se piensa en el aun peor uso de los recursos públicos por las entidades federativas y los municipios. El gasto ejercido a través del programa Oportunidades entre los años 2000 y 2013 se multiplicó casi por siete al pasar de 9,500 a 66,300 millones de pesos. Sin embargo la pobreza patrimonial no pudo disminuirse de manera nada significativa, ya que sólo pasó de 53.6% a 52.3%.
O visto desde una óptica paralela: el conjunto del gasto para combatir la pobreza entre 1994 (inicio del sexenio EZPL) y 2012 (final del de FCH) se catapultó multiplicándose por 19 veces y media al pasar de 15,888 millones a 310,302 millones. A pesar de esa enorme cantidad de recursos invertidos, los índices de pobreza del Coneval apenas registraron una menospreciable disminución de la pobreza de 52.4% en 1994 a 52.3% en 2012. Lo cual revela con claridad que algo estamos haciendo muy mal y que la estrategia de desarrollo social aplicada hasta ahora ha fallado en lo humano, en lo esencial: reducir los elevados y dolorosos niveles de pobreza que seguimos padeciendo.
No podemos descartar que además de la corrupción y la ineficiencia en el ejercicio del gasto público, una gran parte de la explicación de este deplorable fracaso se encuentre también en el mal o inapropiado diseño de las políticas de desarrollo social. Se erogan demasiados recursos en beneficios que no impulsan a la superación de los beneficiarios, sino que probablemente tienden a propiciar que se acostumbren a las dádivas y terminen por apoltronarse más que por superarse. Demasiados de los programas sociales están mucho más orientados al clientelismo político electoral que a lograr el objetivo fundamental de que, si no son los beneficiarios directos, que sean al menos sus hijos los que cambien de clase social. La persistencia de los elevados índices de pobreza muestran el penoso fracaso de la política de desarrollo social, a pesar de sus muy elevados costos financieros.
Nuestra primitiva y estrepitosa pseudo-izquierda con excesiva frecuencia se confunde y considera que toda exigencia, todo reclamo, por el simple hecho de que provenga de un estrato social identificado como desprotegido, débil o desposeído, adquiere por ese simple hecho una legitimidad absoluta e incuestionable al margen de su racionalidad o irracionalidad, de su carácter justificado o injustificable.
Defender ciegamente por su simple condición sindical las exigencias de la CNTE para preservar perjudiciales e indebidos privilegios, que atentan contra la calidad de la educación, que alevosamente bombardean el ya de por sí poco promisorio futuro de los niños de los sectores más desprotegidos del país, o fungir como interesado adalid de un acaudalado pero pernicioso, abusivo e improductivo SME, de ninguna forma puede considerarse como una acción de izquierda justiciera: se trata simple y objetivamente de una tan vergonzosa como oportunista acción que equivale a promover el estancamiento, el atraso, la falta de competitividad, el desperdicio, y lo peor, equivale a volverse cómplices de arruinar el futuro de los niños más desprotegidos de nuestro país.
Incurrir en esas acciones, NO es ser de izquierda, es ser típico retrógrada, y no podemos soslayar que si algo necesitamos con urgencia en México es una verdadera y responsable izquierda que sepa asumir que la única vía de salida del subdesarrollo exige trabajo eficiente, en lugar de plañiderismo sistemático.
[1] Profesor de la Facultad de Derecho de la UNAM: amartinezv@derecho.unam.mx @AlejoMVendrell