Marcelino Perelló
Periódico Excélsior, 10 de abril de 2013
Con Cabeza de Vaca muere algo más que un amigo querido y un inolvidable compañero.
Estos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.
César Vallejo, “Los heraldos negros”
A Nubia, a la gente. En la soledad.
Es el primero de los personajes emblemáticos del 68 que emprende la partida. Señal inequívoca de que han pasado 43 años.
Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, delegado al CNH por la Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo, era de los mayores entre los dirigentes del movimiento. Al fallecer, hace exactamente una semana, tenía 70 años. Estaba además muy enfermo, de manera que para nadie su muerte fue sorpresiva. Él mismo, como los elefantes, la vio venir. Tituló sus insólitas y sugerentes memorias, Ni muerto me doy por muerto. El mensaje no podía ser más claro. Una vez editadas, decidió adelantar de manera súbita el lanzamiento y la presentación de la obra. Para mí fue un signo claro, y así lo comenté a nuestros amigos comunes: El Cabeza de Serie, más que temer, sabía y preveía su final.
Había ya sufrido cuatro infartos en los últimos años, y no había quien domara la glucosa en el torrente sanguíneo de ese hombre indomable y torrencial. Cuando tuvo en sus manos el libro, pues, respiró, consideró que la última de sus tareas había sido concluida. Y se dejó morir.
Con él se va la imagen más cristalina de aquella movilización estudiantil. Fue un hombre sin dobleces. Su sinceridad y transparencia fueron irresistibles y evidentes. En ello residió gran parte de su carisma. Bajo la cobertura del hombre rudo y huraño, latía un corazón tierno, presuroso a brindar afecto y ansioso por recibirlo. Luis Tomás fue una persona sencilla, sin pretensiones intelectuales ni veleidades teóricas. Nunca lo ocultó. Al contrario, como si se sintiera orgulloso de ello, se exhibía, exagerando su llaneza, como lo que era: alguien sin complicaciones ni prontos, directo, franco y de convicciones acendradas y sólidas.
Entre los más de 200 líderes que integraban el Consejo Nacional de Huelga existían fundamentalmente tres bloques claramente definidos: el que integrábamos los comunistas, miembros de la Juventud del Partido Comunista Mexicano, y que debíamos ser unos 30 o 40, el de los “ultras”, es decir los de la izquierda revolucionaria extrema, todos ellos exaltados y decididamente “antipartido”, y que a su vez se dividían en tres grupos: los maoístas, los trotsquistas y los estalinistas, a los que llamamos “concretitos”, por su reiterada negativa, bajo la eterna moción de “concretito compañero, concretito”, a discutir la situación y la estrategia a seguir, más allá del inmediatismo y la improvisación, con un poco más de seriedad, profundidad y altura. Los ultras debían ser 20 o 25.
El tercer bloque era sin duda el más numeroso, y lo componían aquellos que no estaban integrados en ninguna organización militante. De ellos también había dos categorías: los de buena fe, abrumadoramente mayoritarios, y los de mala fe, provocadores al servicio de tal o cual politicastro con ambiciones y sin escrúpulos. No voy a abundar ahora en este esquema. No es el momento ni el espacio. Ya lo he hecho, de manera parcial, en otras ocasiones. Únicamente lo menciono para señalar que el Cabeza de Serie era el más destacado de los “terceristas” honestos.
Se opuso de modo intransigente a la visión fúnebre del 68, promocionada y enarbolada, con insistencia y sin inocencia, por los concretitos, que sostienen la versión Disney-Poniatowska (de hecho es ella la que se sostiene en ellos), y hasta la fecha se siguen presentando como víctimas dignas de encomio. El inevitable morbo, y la enfermiza atracción por la sangre y la lamentable vocación perdedora y acomplejada de un sector importante de nuestro pueblo.
Cabeza de Vaca no fue así. Nunca fue de ellos. Proclamó siempre la versión festiva y luminosa de aquellas jornadas. Defendió el mensaje optimista de alegría y compromiso que propició y dominó. Y que invita a las nuevas generaciones a continuar aquel combate, bajo nuevas formas pero con el mismo espíritu. Formó parte de “La nave va”, el colectivo que integramos para conmemorar el trigésimo aniversario de la movilización, con el objetivo de rescatar su legado entusiasta, bajo la consigna de “la lucha continúa”, y en contraste con la narrativa sombría, oportunista, atemorizante y desmovilizadora de los concretitos, agrupados en el “Comité del 68”.
Él nunca se puso medalla alguna ni pretendió cobrar réditos por su ejemplar participación en aquel año. Nunca se aprovechó de su bien merecida fama. Al contrario de otros. Nunca fue ni diputado ni asambleísta ni ocupó cargos políticos de relevancia. Vivió modestamente de su oficio, silvicultor. Fue un leñador, en todos los sentidos de la palabra, y es bien sabido que los leñadores rara vez se enriquecen.
Los últimos años del Cabeza fueron muy difíciles. Sin salud ni trabajo. Y por ende sin dinero. La solidaridad, insuficiente, de amigos y compañeros le permitió irla llevando. Y sobre todo acariciado por la compañía amorosa y abnegada de la tierna e infaltable Nubia, que estuvo permanentemente a su lado y endulzó un buen tramo de su vida.
Y no deja de ser tan indignante como grotesco que con motivo de su fallecimiento ahora se presenten tan campantes, adornándose y alzándose el cuello, aquellos con quien no comulgó y que en vida no le echaron ni un lazo. Plañideras. Carroñeros.
El Cabeza fue, pese a sus esfuerzos por disimularlo, un hombre de sensibilidad excepcional, de gusto y talento literario refinados. Sus memorias lo prueban. Fue un lector inveterado de la mejor poesía, y en particular feligrés devoto del inalcanzable bardo revolucionario peruano César Vallejo. De él aprendió a ser Pablo Yunque, y a vibrar con los mineros de El tugsteno. De él sorbió el amor por la justicia, por la tierra y por la gente. Se contaminó de su atracción por la espesura que cobija y amenaza. Se adentró por los senderos que conducen y extravían.
Pensando en recuperar dominios imaginarios de otros poetas obscuros retomando tonalidades insinuantes, Vallejo infunde conductas arrebatadas. Los olvidados caminos ondulantes descendieron entre arboledas magníficas ocultando remansos, de entre los intrincados ramajes irrumpió otro mañana indeclinablemente obstinado.
Con Cabeza de Vaca muere algo más que un amigo querido y un inolvidable compañero. Se lleva la reconfortante y cálida presencia de quien representó como nadie la vibración y la nobleza de aquella gesta. Cuidemos como un tesoro su herencia invaluable. El recuerdo y la lección de ese leñador entrañable e indómito constituyen un patrimonio irrenunciable. Ω