Alan Paton[1]
(Situada en 1960, cuando el “apartheid” se encontraba en su apogeo, esta historia nos habla de un muchachito negro internado en un reformatorio y su anhelo de trascender las condiciones adversas que le había impuesto la segregación racial sudafricana. <Nota del traductor.>)
De los seiscientos muchachos que había en el reformatorio, aproximadamente cien tenían entre diez y catorce años. De cuando en cuando, mi Departamento había expresado la intención de separarlos del resto y de establecer una institución especial para ellos más parecida a una escuela de artes y oficios que a un reformatorio. Esto habría sido conveniente porque las infracciones que habían cometido eran muy leves y ellos estarían mejor en un lugar aparte. De haberse establecido esa escuela, me habría gustado dirigirla porque sería un trabajo más fácil; los muchachos más jóvenes se inclinan instintivamente al afecto y uno puede controlarlos naturalmente y con menor dificultad.
Algunos de ellos, cuando me acercaba a las filas formadas en el patio, o durante las clases o en los partidos de futbol, me observaban atentamente, aunque no de manera directa y evidente, sino oblicua y disimulada. A veces, yo los sorprendía en ello y entonces les dirigía alguna pequeña señal de aprecio que los complaciera para que dejaran de observarme y se dedicaran con completa atención al evento de que se tratara. Pero yo sabía que así mi autoridad se confirmaba y fortalecía.
Las relaciones secretas con ellos eran una fuente de continua satisfacción para mí. De haber sido ellos mis propios hijos, no habría dudado en expresar esa satisfacción más abiertamente. Frecuentemente me movía entre las filas formadas y me detenía junto a alguno de ellos, quien entonces fijaba la vista al frente con un ligero gesto de concentración que expresaba tanto la infantil consciencia como la viril indiferencia a mi cercanía. A veces, le pellizcaba a alguno la oreja y él me respondía con una breve sonrisa de reconocimiento o fruncía el entrecejo en señal de mayor concentración. Supongo que era natural que yo reservara estas expresiones externas a los más pequeños, a quienes tomaba yo como símbolo para que los más grandes los observaran y también se sintieran incluidos. Cuando en el reformatorio había turbulencia o problemas, o cuando la relación entre las autoridades y los muchachos estaba en tensión o peligro, tales gestos naturales y simples servían de alivio, y nos confirmaban a ellos y a mí que en realidad nada grave había sucedido.
Los domingos por la tarde, cuando me tocaba turno, iba en mi coche al reformatorio y miraba como salían por la puerta los muchachos que ya habían cumplido su tiempo de reclusión. Ese simple acontecimiento también era visto por muchos de los internos, algunos de los cuales les decían a otros: en algunas semanas, yo también seré liberado. Entre los que miraban siempre había algunos de los pequeños, a los que por turno yo llevaba de paseo en mi coche. Salíamos a la carretera de Potchefstroom con su incesante tránsito y al cruce Barawanath, y regresábamos al reformatorio por la carretera Van Wyksrus. Yo platicaba con ellos de sus familias, sus parientes, sus hermanas y hermanos, y fingía no saber nada acerca de Durban, Port Elizabeth, Potchefstroom y Clocolan, y les preguntaba si esos lugares eran más grandes que Johannesburgo.
* * *
Uno de los muchachos pequeños era Medio Penique, de aproximadamente doce años. El venía de Bloemfontein y era el más hablador de todos los del reformatorio. Su madre trabajaba en la casa de una familia de blancos, y él tenía dos hermanos y dos hermanas. Sus hermanos eran Richard y Dickie, y sus hermanas, Anna y Mina.
¿Richard “y” Dickie?, le pregunté.
Sí, señor.
En inglés, le dije, Richard y Dickie son el mismo nombre.[2]
Cuando regresamos al reformatorio, pedí el expediente de Medio Penique. Allí estaba claramente registrado: Medio Penique era un niño abandonado, sin ningún pariente. Había pasado de un hogar a otro, pero era travieso e incontrolable, y finalmente se había dedicado a hurtar en el mercado. Entonces pedí el Registro de Correspondencia y encontré que Medio Penique le escribía —o, más bien, otros escribían por él, mientras él no pudiera hacerlo por sí mismo— a la señora Betty Maarman con domicilio en la calle Vlak número 48, en Bloemfontein. Pero la señora Maarman nunca le había contestado. Cuando le pregunté a él, me dijo: tal vez está enferma. Entonces, escribí de inmediato a la Oficina de Bienestar Social de Bloemfontein pidiéndoles que investigaran.
En la ocasión siguiente en que lo llevé a pasear en mi coche, le pregunté por su familia. Me dijo lo mismo que antes sobre su madre, Richard y Dickie, Anna y Mina. Pero suavizó la ‘D’ de Dickie que ahora sonó como Tickie.
Pensé que habías dicho ‘Dickie’, le dije.
Dije ‘Tickie, contestó.
Él me miró con aprensión disimulada, y llegué a la conclusión de que este niño abandonado de Bloemfontein era un niño inteligente que me había contado una historia totalmente imaginaria en la que había cambiado una letra para protegerse de preguntas. Yo creía que yo también entendía todo, que él estaba avergonzado de no tener una familia y que había inventado una para que nadie supiera que no tenía padre ni madre y que no había nadie en el mundo a quien le importara si él estaba vivo o muerto. Esto me conmovió profundamente y salí de la carretera para decirle —aunque con otras palabras— que el Estado se encargaba de cuidarlo como un padre, a través de mí, con la tarea que se me había encomendado.
Entonces llegó la carta de la Oficina de Bienestar Social de Bloemfontein, la que decía que la señora Betty Maarman, con domicilio en la calle Vlak número 48, era una persona real y que tenía cuatro hijos, Richard y Dickie, Anna y Mina, pero que Medio Penique no era hijo de ella, aunque la mujer lo conocía pero solamente como un vagabundo. Ella no había contestado sus cartas porque él se dirigía a ella como “mamá”, y ella no era su mamá y no deseaba jugar ese papel. Ella era una mujer decente que participaba activamente en su iglesia; y para evitar que su familia tuviera una mala influencia, no quería tener nada que ver con un muchacho como ese.
Pero no me parecía que Medio Penique fuera el delincuente usual. Su deseo de tener una familia era muy fuerte; su comportamiento en el reformatorio, impecable; su ansiedad de complacer y obedecer, muy grande, y comencé a sentirme muy comprometido con él. Entonces le pregunté sobre su madre.
No pudo hablar mucho de ella ni le hizo muchos elogios; ella era amorosa, honesta y estricta; su casa estaba limpia; amaba a todos sus hijos. Estaba claro que ese niño sin hogar, así como me había tomado afecto, se lo había tomado a ella; la había observado como me había observado, pero no conocía el secreto de cómo abrirle a ella el corazón para que lo sacara del reformatorio y lo salvara de la vida solitaria que llevaba.
¿Por qué robabas teniendo una madre como esa?, le pregunté.
No pudo responder; ni su cerebro ni su valentía pudieron encontrar una respuesta a tal pregunta porque él sabía que con una madre como esa él nunca habría robado nada.
El nombre del muchacho es Dickie, dije, no Tickie.
Y entonces él supo que yo había descubierto el engaño. Otro muchacho habría dicho: yo le dije que era Dickie, pero él era muy inteligente para responder eso; él sabía que si yo había comprobado que el nombre del muchacho era Dickie, también podría haber comprobado otras cosas. Quedé abatido por el efecto inmediato y visible de mi acción. Toda su confianza en sí mismo murió dentro de él, y se quedó allí, expuesto, no como un mentiroso, sino como un niño sin hogar que se había inventado una madre, unos hermanos y unas hermanas que en realidad no existían. Yo había hecho pedazos los fundamentos mismos de su orgullo y su sentido de trascendencia humana.
* * *
Inmediatamente cayó enfermo, y el doctor dijo que era tuberculosis. Enseguida le escribí a la señora Maarman contándole toda la historia, de cómo este niño la había observado y había decidido que ella era la persona que él deseaba para que fuera su madre. Pero ella respondió diciendo que no podía tomar ninguna responsabilidad sobre él. Por un lado, Medio Penique era un Mosuto[3] y ella era una mujer negra de otra etnia[4], y, por otro, nunca había tenido un hijo metido en problemas. ¿Cómo podía ella llevarse a ese muchacho?
La tuberculosis es extraña: a veces se manifiesta súbitamente en la persona más improbable y rápidamente acaba con ella. Medio Penique renunció al mundo, al reformatorio y a tener una madre. El doctor dijo que había pocas esperanzas. Desesperado, le mandé dinero a la señora Maarman para que viniera.
Era una mujer decente y cariñosa. Al darse cuenta de que la situación era grave, sin lamentarse ni turbarse, adoptó a Medio Penique como su hijo. El reformatorio completo la aceptó como la madre de Medio Penique. Ella se sentaba todo el día a su lado y le platicaba de Richard y Dickie, de Anna y Mina, y de cómo todos ellos estaban esperando que él regresara a casa. Ella volcó todo su afecto en él sin miedo a contagiarse y no permitió que por el riesgo de contagio le impidieran satisfacer la necesidad del muchacho de ser amado.
Ella le platicó de lo que harían cuando él regresara a casa, de cómo él iría a la escuela y de lo que comprarían para la Noche de Guy Fawkes[5]
Él, por su parte, volcó en ella toda su atención, y cuando yo lo visitaba, él me mostraba su agradecimiento, pero yo ya no pertenecía a su mundo. Me sentí culpable de haber captado solamente su deseo de afecto pero no la intensidad de éste. Yo hubiese querido haber hecho algo a tiempo, más sabio, más generoso… Lo enterramos en la granja del reformatorio, y la señora Maarman me dijo: Pongan en su tumba que era mi hijo; estoy avergonzada por no habérmelo salvado.
La enfermedad, dije, la enfermedad se lo llevó.
No, dijo ella, sacudiendo la cabeza con convicción, la enfermedad no se lo llevó. Y si la enfermedad hubiese venido estando él en casa, las cosas habrían sido diferentes.
Ella se fue a Bloemfontein después de su extraña visita a ese reformatorio, y yo me quedé haciéndome el propósito —aunque no con tantas palabras— de cumplir de mejor manera la tarea que el Estado me había encomendado.
[1] Traducción de José A. Aguilar V.
[2] En inglés, a los ‘Richard’ (Ricardo) de cariño se les dice ‘Dickie’. (Nota del traductor)
[3] Miembro de una etnia sudafricana de raza negra. (Nota del traductor.)
[4] Otra etnia con la que probablemente los Mosuto tenían alguna rivalidad. (Nota del traductor.)
[5] La Noche de Guy Fawkes es una festividad que se celebra anualmente en el Reino Unido y los países de la Mancomunidad Británica (a la que pertenece Sudáfrica) para conmemorar la acción del ejército británico con la que se impidió, el 5 de noviembre de 1605, que el católico Guy Fawkes y sus partidarios hicieran explotar el Parlamento (Complot de la Pólvora) cuando el Rey Jaime I, que era protestante, se encontraba en él. Esto con el fin ulterior de imponer un rey católico. La celebración incluye juegos pirotécnicos en los que se incinera muñecos que representan a Guy Fawkes. Algunos días antes de la celebración, los niños fabrican los muñecos y los pasean por las calles pidiendo dinero para recuperar los gastos de la fabricación. En las escuelas, los niños encienden fuegos artificiales y cantan los versos: Recordemos, recordemos el 5 de noviembre, la Traición y el Complot de la Pólvora; no veo razón para el Complot y la Traición, que nunca deben ser olvidados. (Nota del traductor.)