El mundo entero se volverá un balón esta tarde a las 17 horas de Brasil, 15 horas de la Ciudad de México. Escritores e intelectuales muy admirados por mí (Borges, Bunge) desprecian o reprueban el futbol como espectáculo al que califican de enajenante o estúpido; pero, como explica Desmond Morris, no debe ser tan intrascendente un suceso que, por encima de cualquier otro, logra la atención apasionada de millones de personas hasta en los más recónditos lugares. Morris sostiene que la clave de ese hechizo multitudinario es la herencia genética que proviene de nuestras raíces ancestrales de cazadores en grupo.
Brasil, en la víspera de su mundial, está dividido entre quienes esperan con avidez el inicio y quienes han salido a la calle a protestar por los gastos excesivos en la organización o a exigir prestaciones sociales aprovechando la circunstancia de que, por supuesto, el gobierno quiere llevar la fiesta en paz. Pero cuando empiece a rodar la pelota, todos los brasileños estarán frente a sus televisores (unas cuantas decenas de miles en los estadios) sin perderse detalle de las batallas de su equipo y deseando fervientemente un nuevo campeonato.
¿Enajenación? No más que la que produce el enamoramiento, la unión de los cuerpos y las almas de quienes se aman; las bebidas que nos inspiran en los buenos momentos y nos alivian en las tristezas; las películas y los relatos fantásticos o de aventuras (¡Tom Sawyer, King Kong, Robin Hood, Tarzán, Indiana Jones!); las playas con las espléndidas rotundidades de las sirenas, las excursiones, las ensoñaciones poéticas o musicales, el baile, el reventón, la plática desenfadada sobre las cosas jocosas, las llamas del crepúsculo en una mirada incomparable.
Fernando Savater apunta que no debemos justificar nuestros caprichos sino hacerlos fecundos. No cambiará nuestra fortuna la victoria o la derrota de nuestro equipo. Pero mientras el balón está en disputa, la emoción borra las preocupaciones y las angustias cotidianas. El juego genera anhelo de excelencia, compañerismo, afán de triunfo, desencanto o recompensa, recuerdo de episodios legendarios, lucha constante contra lo sorpresivo y lo azaroso, combate leal en el que no se trata de aniquilar al vencido, al que incluso se ve con simpatía si ha luchado con denuedo, talento y esfuerzo, lances insólitos o chuscos.
El futbol no sólo hay que observarlo, sino sentirlo. Lo que ocurre en la cancha sucederá en esos instantes y nunca más. Un acierto o un yerro, una broma pesada de los dioses, una jugada excepcionalmente brillante, el descuido fatal o el acierto extraordinario en circunstancias únicas e irrepetibles, las decisiones que los protagonistas deben tomar en el fugaz instante que no da lugar a la meditación pausada, la buena o la mala suerte que no existen pero asoman en todos los partidos, unos jugadores que sacan fuerzas de flaqueza para dar más de lo humanamente exigible… todo eso hace que nos sintamos arrebatados por esa lid en la que las únicas armas son la habilidad, la técnica, la táctica, la condición físico-atlética, el acoplamiento del conjunto, el temple y el coraje.
No ignoro el vandalismo en los estadios, las trampas y los fraudes del futbol. No bastan para quitarle su encanto, su condición de fiesta incomparable. Son desvíos que pueden combatirse y se han combatido. Todo lo que hace más disfrutable la vida hay que celebrarlo. El futbol es una de esas cosas maravillosa. Ω