Un abuso no excepcional

El expresidente Felipe Calderón admite en su libro Los retos que enfrentamos (Debate, 2014) que hubo abusos en la guerra al narco, pero —matiza— fueron la excepción, no la regla. Del total de quejas por tortura y malos tratos presentadas ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, menos de 2% resultaron fundadas y dieron lugar a recomendaciones. Esas recomendaciones fueron acatadas por el gobierno que, para cumplirlas, inició las averiguaciones previas correspondientes. En cuanto a los 70 mil muertos que ocasionó esa guerra, Calderón acepta que son muchísimos, pero todos esos homicidios —sostiene— fueron cometidos por el crimen organizado.

Es claro que un Presidente no es responsable, al menos penalmente, de actos de tortura o de maltrato ni de homicidios que no haya ordenado o consentido.

Sin embargo, otro reiterado atropello se llevaba a cabo con la anuencia del entonces Presidente: el de los arraigos apoyados exclusivamente en las declaraciones de testigos pagados, los cuales declaraban exactamente lo que sus pagadores querían escuchar.

¡Ay, cuántos desdichados fueron severamente dañados en algunos de sus más caros bienes porque uno de esos testigos lo señaló! Con el señalamiento se iniciaba la pesadilla. Sin ninguna otra prueba, el Ministerio Público solicitaba al juez que impusiera el arraigo, y el juez generalmente lo concedía. El señalado era privado de su libertad y en esa condición podía durar hasta 80 días, lapso más que suficiente para que perdiera su empleo, mermara su patrimonio, se causara grave quebranto a su familia, se hiciera trizas su reputación, se apagara su alegría y se menoscabara su salud anímica.

¿El uso desmesurado de la figura mejoró la procuración de justicia, al concederse al órgano de la acusación un plazo extremadamente largo para integrar una buena averiguación previa con detenido? No. De las personas arraigadas solamente se consignó a cinco por ciento. Contra el 95% restante nunca se consiguieron las pruebas que acreditaran su presunta responsabilidad en el delito o los delitos que se les imputaban. Esos porcentajes sugieren que la gran mayoría de los jueces no cumplieron con su función de proteger los derechos de los indiciados.

Las cifras son elocuentes. En el periodo de diciembre de 2006 a noviembre de 2012 —el gobierno del presidente Felipe Calderón—, exclusivamente en el fuero federal, la Procuraduría General de la República solicitó en total dos mil 337 órdenes de arraigo contra ocho mil 109 personas. Los jueces que resolvieron acerca de esas peticiones fueron, en general, sumamente obsequiosos: otorgaron dos mil 227 mandatos contra siete mil 739 indiciados, es decir, 95% de los solicitados.

De esta arbitrariedad se habla mucho menos. El arraigo no tiene la espectacularidad de la tortura, pero es tan brutalmente abusivo como ésta y seguramente en muchos casos sus efectos perniciosos han sido aún más severos e irreversibles. No obstante, mientras la tortura por lo menos en la ley y en el discurso se considera inaceptable, el arraigo no sólo goza de cabal salud sino que el nuevo código nacional de procedimientos penales lo contempla, sin atreverse a decir su nombre, para todos los delitos y sin plazo de duración.