Luis de la Barreda Solórzano
Todos los días escuchamos y leemos comentarios que enfatizan la necesidad de que no queden impunes los espeluznantes delitos de Iguala y de dar con el paradero de los estudiantes desaparecidos. Las detenciones de líderes y pistoleros de Guerreros Unidos, de decenas de policías municipales y, por fin, del exalcalde y su mujer, son un avance importante en el primero de esos objetivos.
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El grito ¡Peña Nieto, asesino!, proferido por manifestantes en la marcha del pasado sábado 8 de este mes, es absolutamente injusto. Penalmente, los culpables de las desapariciones y los asesinatos de los estudiantes normalistas en Iguala y Cocula —los asesinos— son quienes dieron la orden, quienes prestaron ayuda y quienes ejecutaron el crimen. Nadie más.
Otra cosa es la responsabilidad por el ascenso y la permanencia de Abarca en la alcaldía. Políticamente, incurrieron en falta quienes impulsaron su candidatura y quienes, enterados de sus antecedentes, no se opusieron a ella.
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La elección del ombudsman es un asunto de la mayor importancia, pues la función del defensor público de los derechos humanos es la promoción de estos derechos y el combate a las arbitrariedades de los servidores públicos. El ombudsman debe ser la conciencia jurídica y moral de las autoridades, a tal punto que cuando un servidor público sienta la tentación de incurrir en abuso o negligencia (aunque, bien visto, la negligencia es también una forma de abuso) lo reconsidere diciéndose a sí mismo: “el ombudsman me mira”.
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Se ha puesto de moda la expresión criminalizar la protesta social con la cual se quiere decir que las autoridades convierten en delito las legítimas expresiones sociales de descontento que se dan en marchas, mítines, pintas, bloqueos de carreteras y avenidas, boteos, toma de instalaciones de diversa importancia incluyendo aeropuertos, agresiones contra la policía, destrucción de bienes, robos en tiendas, apoderamiento de autobuses, etcétera. Pero no toda manifestación de inconformidad es válida. La Constitución mexicana, como todas las del mundo democrático, ampara las diversas formas de queja y petición con el límite de que se realicen en forma pacífica y sin lesionar derechos de terceros.
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