Sin duda, la violación es uno de los crímenes más repugnantes. Lo expresa desesperadamente Magdalena, la mujer violada de Dulce cuchillo, de Ethel Krauze, quien le reprocha al violador: “… violas algo más íntimo que la vagina, una vagina del alma, un himen del espíritu…”. El violador es un ser deshumanizado que no sólo desprecia las preferencias, los sentimientos, los sueños y la dignidad de la víctima, sino que, al inferirle uno de los peores tormentos imaginables, goza con su sufrimiento. Incapaz de seducir —pobre diablo fracasado—, cumple su capricho con el más atroz de los ultrajes.
Por supuesto, quien abusa de su posición de poder o privilegio para lograr un favor sexual es un individuo despreciable. En lugar de la seducción opta por la sumisión temerosa. Se empeña en satisfacer un deseo sin importarle que éste no sea correspondido por su presa. No son sus cualidades personales, no es su personalidad lo que le da el éxito: es su posición de poderío —el dominio sobre una persona que accede bajo presión— la que consigue el objetivo.
Es también indudable que el pederasta merecería que eternamente lloviera fuego y azufre sobre su cabeza. Su bajeza es infinita. Su atropello afecta al más indefenso de los seres humanos, quien no puede comprender aún el significado de la conducta de su agresor, pero la experimenta como algo turbio, y eso afectará gravemente su desarrollo sicosexual.
Dicho lo anterior, agrego ahora que el coqueteo, el flirteo, las propuestas indecorosas, las insinuaciones eróticas, los piropos, las invitaciones reiteradas y las miradas absortas —siempre y cuando no se acompañen de coerción u ofensa— no son reprobables: son manifestaciones de la libertad sexual, como también lo es el sí o el no de la persona procurada. Octavio Paz dictaminó que no es el monosílabo con el que empieza la libertad.
Nadie tiene derecho a rozar siquiera la punta de un cabello ajeno sin la aquiescencia de la dueña o el dueño de la cabellera, ni aunque sea su cónyuge. Nadie tiene derecho siquiera de imponerle a otro su presencia. Nadie tiene derecho a manifestar su deseo a la persona deseada con palabras o ademanes soeces. Pero entre esas groseras tosquedades y el cortejo civilizado hay un abismo, como lo hay entre la asechanza lujuriosa y la contemplación arrobada.
Estuve en un Congreso en la Universidad de California-San Diego, ubicada en La Jolla. Como era verano, muchas alumnas y algunas maestras acudían en short o minifalda. Casi ningún profesor se atrevía a mirarlas por el temor a una acusación de acoso sexual. Yo las veía complacido. Tengo la certeza de que ninguna se sintió ofendida: todas me sonreían. Admirar la belleza no podría ser una falta salvo en una comunidad en que la sensualidad se considerara pecado.
El movimiento #MeToo merece toda la simpatía y solidaridad, pues ha levantado la voz vigorosamente contra el abuso y el acoso sexual recurrentes en el ámbito laboral. Es verdad que —como ha advertido el manifiesto de artistas e intelectuales francesas publicado en Le Monde— los puritanos lo han aprovechado como coartada para pedir que se censuren cuadros y fotografías con desnudos, así como novelas, películas y obras de teatro a las que tildan de misóginas o sexistas, para condenar a priori a todo imputado y para desaconsejar la ropa sexy. Un proyecto de ley en Suecia pretende incluso imponer el consentimiento explícitamente notificado para cualquier relación sexual.
Ésa no es razón para deponer la lucha. Toda causa corre el riesgo de desencadenar desviaciones y excesos, los cuales deben prevenirse. Ningún abuso sexual debe ser tolerado, pero nada justifica la censura en el arte ni en la ropa ni la derogación del principio de presunción de inocencia: no basta ser acusado para convertirse, ipso facto, en culpable.
Desde luego, no es admisible que los agresores sexuales queden impunes, pero no es deseable una sociedad de eunucos intimidados. Desde los tiempos del amor cortés medieval la seducción —incompatible con el abuso— ha sido un juego emocionante. Busca despertar el deseo que, en palabras de Vicente Quirarte, “nos vuelve un faro desde cuya cima el mundo sería estéril de no tener la luz que nos enciende”. Ω