Me deja estupefacto la nota principal de La Razón del día 4 de este mes. El Instituto Estatal de Educación Pública de Oaxaca exige a los maestros, como condición para lograr ascensos a director, subdirector o supervisor, la “constancia de participación en la jornada de lucha masiva nacional en la Ciudad de México en tiempo y forma” (sic).
Para tener la posibilidad de ser ascendidos, los maestros oaxaqueños han de demostrar documentalmente que acudieron —¡en tiempo y forma!— a la capital de la República a manifestarse contra la reforma educativa que quedó consagrada en la Constitución. La noticia revela que la institución responsable de la educación pública en la entidad se opone a una disposición constitucional, cuya observancia es obligatoria, no opcional, para todas las autoridades competentes. La reforma fue debidamente aprobada por el Congreso de la Unión y la mayoría de las legislaturas estatales, es decir se gestó de acuerdo con la legalidad democrática.
El requisito exigido es inaceptablemente discriminatorio en perjuicio de los profesores que no vinieron a la Ciudad de México a participar en marchas y bloqueos: ellos, que se quedaron en su entidad cumpliendo con su deber de dar clases, tienen vedado el ascenso no por falta de méritos profesionales, sino porque su postura es diversa a la de quienes por lo visto manipulan a su antojo al instituto oaxaqueño.
Asimismo, esa exigencia vulnera el derecho a la libre expresión de las ideas, pues esta libertad abarca no sólo el derecho de cada cual a expresarse sino también el derecho a no hacerlo en cierto sentido si no se está de acuerdo. Coaccionar a los profesores, negándoles oportunidades profesionales, para que se manifiesten a favor o en contra de una determinada política, es un proceder fascistoide.
La condición impuesta viola también el principio de igualdad de todos ante la ley, pues reserva sectariamente el acceso a ciertos cargos a un grupo de profesores para premiarlos por su oposición a la reforma. Los únicos requisitos racionalmente exigibles para ocupar un puesto son el de la capacidad para desempeñarlo y el de la impecable trayectoria profesional.
Nada de descontar días de salario a quienes abandonaron a sus alumnos; nada de investigar sobre el financiamiento de sus viajes y sus estancias en esta ciudad, ni sobre las responsabilidades de las agresiones a policías, a profesores que no dejaron las clases y a padres de familia que habían ocupado las escuelas para apoyar a los docentes que seguían asistiendo a las aulas.
Como todos los gobernadores, el de Oaxaca tiene el deber de cumplir y hacer cumplir las leyes, en primer lugar la Constitución, que es la de mayor jerarquía del país. No es admisible que consienta el atropello. La Secretaría de Educación Pública no puede ser testigo pasivo de la tropelía. Los profesores discriminados debe ampararse contra la arbitraria disposición, y la parte más sensible y lúcida de la opinión pública debe apoyarlos enérgicamente.
Somos una democracia imperfecta, pero ojalá que no tanto como para que se permita a un gobernador actuar como un tiranuelo manejado por grupos de presión y chantaje.