Es imprescindible que se mantengan y fortalezcan las instituciones democráticas, la auténtica división de poderes, los contrapesos al gobernante, las reglas de transparencia y los organismos que controlan y supervisan el ejercicio del poder.
¿Es posible que los avances democráticos conquistados en un país durante décadas se echen abajo en tan sólo unos cuantos años o, peor aún, en unos cuantos meses? Sí, es posible, y tenemos a la vista un ejemplo muy cercano, el de Venezuela, donde, además de que se ha sometido a la población —salvo a los incondicionales del régimen— a condiciones de vida intolerables que configuran una crisis humanitaria —lo que ha ocasionado que en cuatro años hayan salido del país cuatro millones de habitantes—, la democracia ha sido aniquilada.
Mucho se ha escrito sobre el desencanto con la democracia en los países de América Latina. El nuestro no es la excepción. Los gobiernos democráticos carecen de fórmulas mágicas para terminar de inmediato con problemas sociales tan complejos y añejos como la pobreza, la marginación, el desempleo, la corrupción, la criminalidad desbordada, la impunidad, la inoperancia de muchas instituciones, la insuficiencia de los servicios públicos, etcétera.
La democracia tampoco da la felicidad. No concede al enamorado que la persona amada, que le ha negado su amor, caiga rendida en sus brazos; no regala alegría a los aquejados de melancolía pertinaz; no acerca las musas al poeta cuyos versos son invariablemente mediocres; no obsequia elegancia espiritual a los zafios ni talento a los mentecatos; no convierte a una selección nacional de futbol de calidad apenas mediana en campeona del mundo.
Un gobierno democrático puede ser eficaz o ineficaz, aliviar los problemas sociales o agravarlos, tomar medidas benéficas o perjudiciales para los gobernados. Pero la democracia es el único sistema político que permite elecciones limpias y transparentes, exentas de manipulaciones tramposas, así como combatir los actos de gobierno abusivos acudiendo al Poder Judicial o a organismos defensores de derechos humanos que resuelvan los casos sin presiones del poder político, con autonomía, profesionalismo y objetividad.
Por eso es imprescindible que se mantengan y fortalezcan las instituciones democráticas, la auténtica división de poderes, los contrapesos al gobernante, las reglas de transparencia, los organismos que controlan y supervisan el ejercicio del poder, y los que organizan, vigilan y califican imparcial y transparentemente las elecciones. Tales instituciones deben ser fuertes y plenamente autónomas, y no estar sometidas a actos intimidatorios. Sólo así están en condiciones de cumplir con su misión.
En México se ha logrado erigir instituciones de esa naturaleza, con esas características, las cuales han sido piezas fundamentales para ir avanzando en nuestra democratización. Debilitarlas o controlarlas desde el gobierno, o intimidar a sus integrantes, es atentar contra la democracia. El autócrata sueña con concentrar el poder de tal forma que sus decisiones y acciones no estén sujetas ni a restricciones legales ni a mecanismos regulativos de su poder.
¿Qué se quiere: autocracia o democracia? Por la autocracia se inclinarán quienes obtienen o esperan de ella prebendas y quienes tienen vocación de tiranos o de siervos. Por la democracia nos manifestamos quienes tenemos vocación de ciudadanos y estamos convencidos de que todo poder, para no ejercerse despóticamente, requiere contrapesos y sujeción estricta a la ley.
Quienes creemos en la democracia nos opondremos con toda energía a que la Suprema Corte de Justicia de la Nación esté supeditada al Presidente de la República, a que los organismos públicos de derechos humanos desaparezcan para dar lugar a una defensoría —sólo de nombre— complaciente con los abusos de las autoridades, a que se eliminen los organismos electorales de las entidades federativas y que las elecciones sean organizadas y sancionadas por un solo instituto nacional, cuyos integrantes serían designados por la mayoría parlamentaria con que cuentan el partido en el poder y sus aliados. Nos opondremos firmemente porque eso destruiría nuestra democracia.
¿No somos mayoría? Los espejismos no duran para siempre. La realidad se va imponiendo a las visiones ideologizadas o ilusorias. La popularidad de un gobierno tiende a disminuir cuando un segmento de sus adeptos empieza a advertir que muchas de sus medidas, además de autoritarias, son insensatas y nocivas no sólo para los opositores, sino también para ellos mismos.