Juan Villoro
En algún momento los niños se preguntan a qué se dedican sus padres. Saber que el mío era filósofo no me llevó muy lejos. Pedí más datos y explicó que estudiaba “el sentido de la vida”.
Mis compañeros tenían padres con oficios comprensibles: un médico, un piloto, un vendedor de alfombras. Cuando les dije que el mío buscaba el sentido de la vida pensaron que se trataba de un vago que iba de cantina en cantina.
Nada más lejos de la realidad. El pensamiento sólo tiene días hábiles y los de mi padres estuvieron llenos de libros, seminarios, cátedras. Recuerdo una conferencia suya en un auditorio de la UAM-Iztapalapa. De pronto se fue la luz. Él acalló el rumor del público diciendo: “Afortunadamente, las palabras y las ideas son luminosas en sí mismas”, y continuó sin perder el hilo del discurso.
Muerto en miércoles de ceniza, Luis Villoro Toranzo nació en 1922, en Barcelona. Comenzó su trayectoria estudiando a los primeros defensores de los indios y la concluyó convertido en uno de sus principales interlocutores. En 2012 recibió en Morelia un homenaje de la comunidad purépecha en el que fue llamado “Tata” y donde una mujer le dijo: “Gracias a usted no me da vergüenza de ser india”.
A través del movimiento zapatista y el diálogo con el subcomandante Marcos, pasó de la reflexión al terreno de la experiencia. Como en una parábola clásica, se convirtió en protagonista de su objeto de estudio.
Uno de los episodios más conmovedores del medio siglo mexicano fue la donación popular para pagar las indemnizaciones de la expropiación petrolera. El país entregaba collares, llaves y herramientas a cambio de un recurso natural. En esas jornadas, mi padre donó su máquina de escribir. Fue un gesto decisivo: no le bastaba interpretar el mundo; quería cambiarlo.
Viajó a Cuba, militó en las juventudes socialistas, estuvo en la creación del Partido Popular, colaboró en la revista El Espectador (insólito espacio de disidencia política), fue miembro de la Coalición de Maestros en el 68, fundó el Partido Mexicano de los Trabajadores. Alternó la lucha política con sus iniciativas culturales y académicas: perteneció al grupo Hiperión, inventó planes de estudio para la UAM, creó la revista Crítica y, como embajador ante la UNESCO, luchó porque las estatuas saqueadas al Partenón volvieran a Grecia.
Su cordialidad lo llevaba a tratar a los desconocidos como si los conociera. Discreto en las reuniones, disertaba sobre pedido acerca de cualquier tema. Nunca lo oímos decir una mentira, ofender a alguien o contar un chisme.
Era un modelo de integridad pero sabía divertirse. Le gustaban los Raleigh sin filtro, el chocolate, el vino, la loción Aqua Velva, el despegue de un avión (en el aire se sentía libre), el futbol, las calles de París, la música clásica, algunas novelas y casi todas las mujeres.
El tiempo perfeccionó su rostro: parecía un Quijote pintado por Velázquez en pos de un molino de viento. Pasaba la mañana en cama, leyendo La Jornada y El País. Al saludarlo le preguntaba: “¿Qué posibilidades hay de cambiar el mundo?”. Él sonreía, pero contestaba en serio: encontraba a diario un motivo y un modo de cambiar la realidad.
Cuando terminó mi acto de ingreso al Colegio Nacional, me senté a su lado y preguntó: “¿Qué planes tienes?”. Yo estaba aturdido: mi único plan era dormir. “¿No estás escribiendo nada? ¡Haz planes!”. Una vez más él ya estaba en el futuro.
“La filosofía es una preparación para la muerte”, escribió Montaigne. Mi padre enfrentó la suya con serenidad, acompañado del amor de Fernanda Navarro, rodeado de los búhos que coleccionó a lo largo de su vida, pendiente de sus cuatro hijos, esperando un nuevo escrito de Alfredo López Austin, Pablo González Casanova o Roger Bartra, una visita de mi madre, Memo Briseño o Margo Glantz.
No quería padecer la indignidad del dolor ni someterse a abusos médicos. Sin ayuda externa, deseaba irse en el momento justo.
El miércoles era el cumpleaños de mi hermana Renata. Habló con ella, colgó el teléfono y cerró los ojos como quien cierra un libro. El maestro daba su última lección.
Nos va a hacer mucha falta: estas atropelladas líneas ya son testimonio de su ausencia.
A veces fue acusado de “romántico” o “idealista”, como si pudiera haber exceso en esas virtudes. Su despedida fue la confirmación de sus argumentos. Lo acompañaron estudiantes de muchas épocas, luchadores sociales, académicos, miembros de comunidades indígenas, cómplices de sus reiteradas utopías.
Durante 91 años Luis Villoro cambió el mundo. Ω