[Nota introductoria]
Para muchos, Roma es sinónimo de grandeza, esplendor y poderío. Una de las fuentes principales para conocer la historia de esta ciudad antigua es la obra Ab urbe condita (Desde la fundación de la ciudad), escrita por el historiador latino Tito Livio en tiempos del emperador César Augusto (63 a.C. – 14 d.C.). El formidable texto se compone de 142 libros –de los que sólo han sobrevivido 35– en los que se narran los sucesos más importantes de las distintas etapas de la historia política de la ciudad, mismas que se corresponden al tipo de régimen que hubo en cada una: Monarquía, República e Imperio.
El libro II trata del inicio de la etapa republicana e incluye un famoso pasaje en el que se relata la forma en que Roma, luego de enfrentar y vencer a tres ciudades vecinas, estuvo a punto de sufrir una ruptura social y quedar dividida en dos a raíz del conflicto surgido entre los patricios (la clase alta) y los plebeyos (la clase baja). Sin embargo, el grave peligro pudo ser evitado gracias a los buenos oficios de Menenio Agripa, quien supo mediar entre el pueblo y el Senado romanos, logrando restablecer la concordia y el entendimiento entre ambos a través de una ingeniosa fábula. A continuación se inserta el referido pasaje [II,31,7 – II,33,3].
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[II,31,7-11] Logrado así un triple éxito militar, la preocupación por la solución de los problemas internos no residía ni en el senado ni en plebe: tal era la influencia y los subterfugios con que los usureros habían tomado precauciones para burlar no sólo a la plebe, sino, incluso, al propio dictador [Valerio]. En efecto, Valerio, después del regreso del cónsul Vetusio, presentó al senado una propuesta, dándole prioridad sobre todas las demás, en favor del pueblo victorioso, e introdujo en el orden del día la cuestión de las deudas. Al ser rechazado el orden del día, dijo: «No soy persona grata al ser partidario de la concordia. No tardando mucho desearéis, a fe mía, que la plebe romana tenga unos defensores como yo. Por lo que a mí respecta, no voy a seguir alimentando falsas ilusiones en mis conciudadanos ni voy a seguir siendo dictador para nada. Las disensiones interiores y la guerra exterior hicieron esta magistratura [la dictadura] necesaria al Estado: la paz está asegurada en el exterior, en el interior se la hace inviable; mi intervención en la sedición será como ciudadano, no como dictador.» Después de esto salió de la curia y dimitió de su cargo de dictador. La plebe vio claro el motivo: había abandonado el cargo por la indignación que le producía su suerte; por eso, considerándolo como libre de su promesa porque no había dependido de él el que no se cumpliese, lo acompañaron en el camino hacia su casa en medio de testimonios de simpatía y de alabanzas.
Le entró entonces al senado el temor de que, si se licenciaba a los soldados, se reanudasen las reuniones clandestinas y las conjuras. En consecuencia, aunque la leva había sido efectuada por el dictador, sin embargo, como el juramento se lo habían tomado los cónsules, estimó el senado que el juramento seguía obligando a los soldados [plebeyos] y dio orden de que las legiones partieran de la ciudad, con el pretexto de que los ecuos reanudaban las hostilidades. Esta medida aceleró la sedición. Parece ser que, en un principio, se pensó en dar muerte a los cónsules para quedar libres del juramento; después, al hacerles comprender que ningún compromiso sagrado quedaba roto por un crimen, a propuesta de un tal Sicinio, faltando a la obediencia a los cónsules, [los soldados plebeyos] se retiraron al monte Sacro, situado al otro lado del río Anio, a tres millas de Roma. Esta versión está más difundida que la defendida por Pisón, según la cual fue al Aventino a donde se retiraron. Allí, sin jefe alguno, levantaron un campamento que fortificaron con un foso y una empalizada y permanecieron tranquilos durante algunos días sin coger nada más que lo necesario para alimentarse, sin ser atacados ni atacar.
En Roma reinaba un miedo pánico y, debido al temor mutuo, todo estaba en suspenso. La plebe, abandonada por los suyos, temía la violencia del senado; el senado temía a la plebe que había quedado en Roma, sin saber si era preferible que se quedase o que se fuese. Por otra parte, ¿cuánto tiempo iba a permanecer tranquila la multitud secesionista? ¿Qué iba a ocurrir, si, entretanto, estallaba una guerra en el exterior? Comprendían que no quedaba, en absoluto, esperanza alguna que no se cifrase en el buen entendimiento entre los ciudadanos, entendimiento al que había que reconducir al Estado costara lo que costase. Se acordó, pues, enviar a la plebe como portavoz a Menenio Agripa, hombre elocuente y querido por el pueblo por sus orígenes plebeyos. Introducido en el campamento, en un estilo oratorio primitivo y sin adornos se limitó a contar, según dicen, este apólogo: «En el tiempo en que, en el cuerpo humano, no marchaban todas sus partes formando una unidad armónica como ahora, sino que cada miembro tenía sus propias ideas y su propio lenguaje, todas las partes restantes se indignaron de tener que proveer de todo al estómago a costa de sus propios cuidados, su esfuerzo y su función, mientras que el estómago, tan tranquilo allí en medio, no tenía otra cosa que hacer más que disfrutar de los placeres que se le proporcionaban; entonces se confabularon, de forma que la mano no llevase los alimentos a la boca, la boca los rechazase y los dientes no los masticasen. En su resentimiento, al pretender dominar al estómago por el hambre, los propios miembros y el cuerpo entero cayeron en un estado de extrema postración. Entonces comprendieron que tampoco la función del vientre era tan ociosa, que era alimentado tanto como él alimentaba, remitiendo a todas las partes del cuerpo esta sangre que nos da la vida y la fuerza, repartida por igual entre todas las venas después de elaborarla al digerir los alimentos.» Estableciendo, entonces, un paralelismo entre la rebelión interna del cuerpo y la reacción airada de la plebe en contra del senado, les hizo cambiar de actitud.
[II,33,1-3] A continuación se comenzó a tratar acerca de la reconciliación y se llegó al acuerdo de que la plebe tuviese magistrados propios, inviolables, facultados para defenderla contra los cónsules, y que ningún patricio podría ostentar tal cargo. Se nombraron así dos tribunos de la plebe, Gayo Licinio y Lucio Albino; éstos eligieron a tres colegas. Uno de ellos fue Sicinio, el promotor de la insurrección; respecto a la identidad de los otros dos, hay más dudas. Hay quien sostiene que solamente se crearon dos tribunos en el monte Sacro y que fue allí donde se dio la ley sacra.
Fuente:
Tito Livio, Historia de Roma desde su fundación, libros I-III. Madrid, editorial Gredos, 2000, pp. 160-163