Encubrid vuestros dolores, haced fuerte y bella la vida1

Azorín

Ya creo que he dicho que mi tío Antonio padecía la misma enfermedad —el mal
de piedra— que otro célebre y amable escéptico: Montaigne. Mi tío murió como un hombre bueno y sencillo: hizo todo lo que pudo por ahorrar a los que le rodeaban el espectáculo de su dolor. “Cosa imperfectísima me parece —decía Santa Teresa— este aullar y quejar siempre, y enflaquecer el habla, haciéndola de enfermo; aunque lo estéis, si podéis más, no lo hagáis, por amor de Dios.” Hay almas superiores que saben tener este gesto supremo en sus angustias: mi tío fue de estas almas. Padeció atrozmente en sus últimos días; él decía que era como si tuviera cerca “unos perricos que venían a morderle”. Y cuando, de rato en rato, sentía los crueles y abrumadores aguijonazos en la vejiga, él intentaba sonreír, y exclamaba: “¡Ya están aquí, ya están aquí los perricos!”

Sigue leyendo

(Serenata)1

Si, al mecer las azules campanillas
de tu balcón
crees que suspirando pasa el viento
murmurador,
sabe que, oculto entre las verdes hojas,
suspiro yo.

Si, al resonar confuso a tus espaldas
vago rumor,
crees que por tu nombre te ha llamado
lejana voz,
sabe que, entre las sombras que te cercan,
te llamo yo.

Sigue leyendo