Azorín
Ya creo que he dicho que mi tío Antonio padecía la misma enfermedad —el mal
de piedra— que otro célebre y amable escéptico: Montaigne. Mi tío murió como un hombre bueno y sencillo: hizo todo lo que pudo por ahorrar a los que le rodeaban el espectáculo de su dolor. “Cosa imperfectísima me parece —decía Santa Teresa— este aullar y quejar siempre, y enflaquecer el habla, haciéndola de enfermo; aunque lo estéis, si podéis más, no lo hagáis, por amor de Dios.” Hay almas superiores que saben tener este gesto supremo en sus angustias: mi tío fue de estas almas. Padeció atrozmente en sus últimos días; él decía que era como si tuviera cerca “unos perricos que venían a morderle”. Y cuando, de rato en rato, sentía los crueles y abrumadores aguijonazos en la vejiga, él intentaba sonreír, y exclamaba: “¡Ya están aquí, ya están aquí los perricos!”