Contra la prohibición

En la vida se presentan, muy de cuando en cuando, ocasiones propicias para poner fin de la manera más razonable, e incluso elegantemente, a situaciones absurdas y nocivas que se han mantenido por inercia.

     Si yo fuera amigo o consejero del Presidente de la República, le habría dicho que la resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación acerca de la producción y el consumo de mariguana era una estupenda oportunidad de presentar una iniciativa al Congreso de la Unión para que se derogaran no sólo los artículos que prohíben el cultivo y la posesión de esa yerba, sino también los que prohíben su comercialización.

     En lugar de eso, el Presidente anunció que su gobierno convocaría a un debate nacional sobre el tema en el que los expertos deberán exponer los pros y los contras, los alcances y las posibles consecuencias que traería la legalización.

     Sin duda, es plausible que el tema deje de ser tabú y se acepte que es preciso discutirlo, pero es de advertirse que ese debate ya se ha venido dando, durante años, en diarios, revistas, libros y foros académicos.

     Como lo han sostenido los analistas más lúcidos e informados, estamos en el peor de los escenarios posibles: la prohibición no ha logrado en lo más mínimo su proclamado objetivo de abatir la producción, el tráfico y el consumo de la sustancia prohibida, ni podrá lograrlo, pero, en cambio, ha sido la causa en nuestro país de al menos 80 mil muertes y 20 mil desapariciones. El costo es altísimo… a cambio de nada.

     Mantener una prohibición absolutamente inoperante, pero terriblemente perniciosa es, simple y sencillamente, insensato. Derogarla no es admitir que la mariguana sea buena o que sea aconsejable fumarla, sino quitarle un negocio a grupos criminales y ubicar el asunto como un tema de derechos humanos y salud, no de persecución penal.

     Por otra parte, nadie ha rebatido el argumento central del ministro Arturo Zaldívar que sustenta la sentencia de nuestro máximo tribunal: tenemos que superar el paternalismo prohibicionista que faculta al Estado a decirnos qué podemos tomar y qué no; una persona adulta tiene derecho a conducir su vida como le plazca siempre y cuando no dañe a terceros.

     Vuelvo a citar a John Stuart Mill, que en su libro Sobre la libertad, cuya lectura no deberían perderse el Presidente y los legisladores, señala: “El único propósito en virtud del cual puede ejercerse legítimamente el poder sobre un miembro de una comunidad civilizada en contra de su voluntad es impedir que dañe a otros. Su propio bien, sea físico o moral, no es justificación suficiente”.

     Supongamos que la mariguana sea la sustancia más peligrosa para la salud del universo. Esa sería otra razón, y de mucho peso, para legalizarla. Mejor que la producción y la distribución sea supervisada por el gobierno y no controlada por la policía y los grupos criminales.

     Pero se sabe que la mariguana es mucho menos dañina que el tabaco o la comida chatarra, además de que sus propiedades medicinales han aliviado males, algunos tan agobiantes como ciertas formas de epilepsia muy agresivas, que no pudieron ser combatidas con los medicamentos que previamente se prescribieron.

     Muchos fumadores de mota están en la cárcel sin haber pertenecido a ningún grupo criminal ni haber causado daño jamás a otra persona, pero se les sorprendió con mayor cantidad de la permitida (cinco gramitos). ¿Es razonable que estén presos, que se les considere criminales? Con la legalización todos ellos quedarían en libertad. No saldrían de prisión, en cambio, los capos y los sicarios que en defensa del negocio han cometido homicidios y otros delitos asimismo muy graves.

     Es verdad lo que se ha dicho: la derogación de la prohibición de las drogas no acabará con el crimen organizado, pues las bandas criminales no se convertirían en hermanas de la caridad sino se volcarían en otras actividades criminales lucrativas (que ahora mismo ya realizan): el secuestro, la extorsión, el robo de automóviles, la trata de personas, etcétera; pero se les quitaría una de sus principales fuentes de financiamiento.

     Solicito a los organizadores del debate anunciado por el Presidente que esta nota se considere como mi participación —anticipada— en tan importante foro.

¿Transigencia con los exterminadores?

La postura de La Jornada ante los crímenes de París perpetrados por el Estado Islámico ha quedado sintetizada en el breve editorial de la casa, Rayuela, que aparece cotidianamente en la contraportada del diario: “Las de Madrid, Nueva York, Londres y París son las matanzas que nos han mostrado. Las que ellos cometen ¿dónde están?”.

      Gil Gamés caracteriza ese comentario en El Financiero: “La pequeña miseria, la gárgara fanática para aclarar la voz de la secta y para que se oiga que, en el fondo y en la superficie, no condenan los atentados; a los editores de ese periódico les parece una de cal revolucionaria por las que van de violenta arena capitalista: para que vean lo que se siente”.

      Sin duda, todo homicidio es abominable: destruye la vida humana, que debiera considerarse sagrada. Pero aquellos asesinatos que se pretenden justificar con la coartada de un ideal elevado —el verdadero Dios, la auténtica religión, la revolución que instaurará la utopía, el triunfo de los justos, la independencia de una nación— me parecen aún más odiosos: los asesinos no sólo matan sin resquemor sino que se consideran y quieren ser reconocidos como adalides justicieros.

      Stefan Zweig escribió memorablemente: “Desde el momento en que el clérigo no confía en el poder inherente a su verdad, sino que echa mano de la fuerza bruta, declara la guerra a la libertad humana”. En el caso del Estado Islámico, el ideal perseguido es, para imponer el modo de vida que se desprende de su particular interpretación del Corán, la anulación de toda autonomía individual, de todas las libertades.

      Ese ideal no es menos aborrecible que el del régimen nazi. Hitler pretendía aniquilar a todos los judíos y en ese intento exterminó a seis millones. Los yihadistas identifican como enemigos con los que hay que acabar a todos aquellos que no coincidan estrictamente con su credo y no se comporten estrictamente en consecuencia. Se ajustan perfectamente a la sentencia del fanático resumida por Voltaire: “¡Piensa como yo o muere!”.

      El Estado Islámico quiere regresar al siglo VII, el del profeta Mahoma, para que las leyes sean como las de entonces y la gente vuelva a vivir como entonces. Aspira a implantar el califato en sus términos originales y expandirlo hasta el cumplimiento de la profecía de la victoria sobre Roma y los cruzados. No hay negociación ni argumento que pueda valer.

      En los lugares que han tomado han destruido los vestigios arqueológicos preislámicos y, lo peor, han decapitado, enterrado vivos o crucificado a chiíes, yazidíes, kurdos, judíos, cristianos, demócratas, y a quienes gustan de fumar o escuchar música. Y lo más repugnante: han reducido a la esclavitud doméstica a las mujeres, y a algunas, niñas y adultas, incrédulas de origen —judías, cristianas, politeístas—, a la esclavitud sexual.

      El permiso para tomar esclavas sexuales lo atribuyen a que Alá el todopoderoso dijo: “Afortunados son los creyentes que mantienen su castidad, excepto con sus esposas o con las prisioneras y esclavas que posean con su mano derecha, porque entonces están libres de culpa”.

      Como advierte Xavier Velasco en Milenio: “De nada servirá que hagamos un esfuerzo por situarlos, entenderlos o aun justificarlos. Lejos de apaciguar su ímpetu sanguinario o sacudir la esencia de su tirria impertérrita, nuestro pavor vestido de respeto no hace sino afirmarlos en su rencor. Somos sus enemigos, hagamos lo que hagamos. Nos conocen, nos odian y van a ir a buscarnos hasta donde estemos porque saben que ya nos pisaron la sombra”.

      El Estado Islámico se propone terminar con uno de los bienes más preciados de nuestro proceso civilizatorio: los derechos humanos, en virtud de los cuales, ahí donde están consagrados y tienen vigencia efectiva, las mujeres y los hombres de hoy somos considerados seres dignos y libres.

      Me resulta incomprensible la pasividad con que hasta ahora han reaccionado ante esa barbarie tanto los países árabes como los occidentales. Creo que esa indolencia finalizará después del avión ruso derribado y los ataques en París.

      Desde la trinchera de la palabra es un imperativo ético salir al paso de esas muestras de transigencia ante un poder que quiere a todos de vasallos.

Los frutos del ombudsman

El titular de la nota principal de Reforma del domingo 8 de este mes es derogatorio: Gastan ombudsman 3 mil mdp… y nada. Como antetítulo: Pese a fondos, CNDH y órganos locales dan pobres resultados. Y de subtÍtulo: Advierten expertos que comisiones de derechos humanos enfrentan rezagos.

      El lector lee la nota completa buscando los datos de la absoluta ineficacia de los ombudsman y las opiniones desfavorables de varios expertos… y no los encuentra.

      El reportaje de Jorge Ricardo señala que en 2006 llegaron a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos mil 325 quejas “que las comisiones mexicanas no pudieron resolver”, cifra que aumentó a mil 936 en 2012 y a dos mil 061 en 2013. En 2014 fueron mil 758. Agrega que en todo 2014 y lo que va de 2015 la CNDH ha emitido 76 recomendaciones por quejas que en promedio fueron recibidas 20 meses antes.

      Es de advertirse que las quejas presentadas ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos no se deben necesariamente a que los quejosos hayan sido desatendidos por las comisiones mexicanas, sino a que consideraron, con razón o no, que en los casos que plantearon no se les hizo justicia, facultad de las autoridades judiciales y de las ejecutivas, no del ombudsman.

      Es absurdo medir la eficacia del ombudsman con base en el número de sus recomendaciones. La vía principal de conclusión de expedientes es la conciliatoria, en la que, a propuesta de la defensoría de los derechos humanos, la autoridad y el quejoso llegan a un acuerdo, siempre dentro del marco de la ley, para resolver el caso. En tal supuesto, la actuación del ombudsman es eficaz porque logra un resultado plausible sin haber tenido la necesidad de agotar todo el procedimiento. Son decenas de miles los expedientes que las diversas comisiones del país han resuelto por la vía conciliatoria.

      La recomendación es el arma más contundente y espectacular del ombudsman. Para evitar su desgaste, debe utilizarla con prudencia, sólo en aquellos casos en que falle la vía conciliatoria o se trate de una violación muy grave a los derechos humanos o de un caso que por su relevancia se considere conveniente que tenga una gran difusión. Lo que en efecto es cierto es que 20 meses para prepararla es un periodo inaceptablemente largo.

      Una vez emitida, el ombudsman debe empeñar todos sus afanes y todo su prestigio para que sea aceptada y cumplida. De ahí que la recomendación deba ser irrebatible en su sustento probatorio, legal y argumentativo. Las recomendaciones no cumplidas erosionan la fuerza del ombudsman.

      ¿Y las descalificaciones de los expertos? El reportero no transcribe sino una sola, la de Miguel Sarre, a quien le parece que en el sector de la justicia las comisiones públicas de derechos humanos han servido de muy poco, y ejemplifica con el caso Iguala: “Uno se sorprende que el equipo de la CIDH, en poco tiempo, dio unos resultados verdaderamente sensacionales (sic), y las comisiones mexicanas, en general, no parece que hayan tenido el menor resultado (sic)”.

      Sí, en el caso Iguala el informe del equipo de la CIDH es sensacional, vocablo que significa, de acuerdo con el Diccionario de la Real Academia Española, que llama poderosamente la atención, pero no consistente: se basa en la elucubración según la cual el quinto autobús pudo haber portado droga, por lo que a toda costa había que impedir que se lo llevaran, sin explicar por qué, si ese fue el motivo de la salvaje agresión, los estudiantes que se llevaban ese vehículo no fueron agredidos. Es mucho más sólido y coherente el informe, dado a conocer varias semanas antes, de la CNDH.

      Las comisiones públicas de derechos humanos deben ser objeto de escrutinio y exigencia de la ciudadanía, y su actuación debe ser impecable.       Pero su enjuiciamiento debe basarse en datos y análisis rigurosos. No todas funcionan óptimamente, pero nadie podría negar que en muchos casos han logrado que se resarza a los quejosos, se ponga freno a un abuso de poder y/o se someta a juicio al funcionario abusivo. Reprobarlas sumariamente a todas sin excepción, sin un examen cuidadoso del curso de los expedientes que ha tramitado cada una de ellas, parece más un dictamen prejuiciado o resentido que un diagnóstico objetivo.

Una prohibición indefendible

Nunca he consumido mariguana ni tengo previsto hacerlo por la sola razón de que no se me apetece. Soy aficionado al vino, la cerveza y algunos licores: el tequila, el whisky y el vodka. Esas bebidas han deleitado mi paladar, han dado más sabor a mis lecturas y a mis conversaciones, me han vuelto más afectuoso y más inspirado, me han hecho menos amargos los tragos amargos de las adversidades.

      Sería capaz de levantarme en armas —aunque las únicas que he disparado son, en mi lejana infancia, mis pistolas de agua y de fulminantes— si el gobierno quisiera prohibírmelas.

      Tengo buenos amigos que fuman su cigarrito de mariguana con propósito recreativo. Ninguno de ellos se ha transformado en Mister Hyde al fumárselo. Me cuentan que se han sentido alivianados, han visto el cielo más azul y más verde la fronda de los árboles. Su mota es tan importante para ellos como para mí mis elíxires. Así como yo no soy alcohólico, ninguno de ellos es adicto.

      Si la mariguana es menos peligrosa para la salud que el alcohol y el tabaco, no tiene sentido prohibirla; si es tan dañina como creen muchos, con mayor razón hay que sacarla de la clandestinidad y regularla, pues, como advierte Héctor Aguilar Camín (Milenio, 2 de noviembre), mantenerla prohibida es dejar un mercado riesgoso para la salud en manos de policías y narcotraficantes”.

      Suponiendo que la mariguana sea peligrosa, sin duda no lo es tanto como actividades cuya legalidad nadie discute: el alpinismo, el automovilismo, el funambulismo, por ejemplo. Me resulta difícil comprender que haya quienes gozan escalando el Everest, no obstante, el sufrimiento que eso produce y la amenaza a la sobrevivencia que conlleva, y que por hacerlo paguen decenas de miles de dólares. Pero no hay duda de que debe respetárseles el derecho a ejercer la práctica que los apasiona.

      Hay gente que muere a causa de las drogas, pero esas muertes se deben a la adulteración de la sustancia, a las jeringuillas contaminadas, a las sobredosis o a la falta de información sobre su adecuado manejo. Y, además, por decirlo con palabras de Fernando Savater (Ética como amor propio), “la vida que pierden es suya, no del Estado o de la comunidad”. Cada cual tiene derecho a arriesgar su vida a condición de que no ponga en peligro la de otro sin su consentimiento.

      Gabriel Matzneff enseña (Le taureau de Phalaris): “El haschisch, el amor y el vino pueden dar lugar a lo mejor o a lo peor. Todo depende del uso que hagamos de ellos. De modo que no es la abstinencia lo que debemos enseñar, sino el autodominio”. Yo soy diabético y por tanto me resulta conveniente controlar la ingestión de azúcares, grasas, harinas y lácteos, pero no exigiría ni me gustaría que se cerraran las pastelerías, se proscribieran las gorditas de chicharrón o se retiraran del mercado los quesos manchegos. Si decido consumir esas delicias, el glucómetro me señalará el pecado cometido, pero no quiero que el Estado castigue mi culpa.

      No todo consumidor de droga es drogadicto. El Estado está obligado a informar completa y correctamente sobre cada una de ellas y, una vez que se legalicen, su función será controlar su elaboración y su calidad. El adicto tiene derecho a la ayuda de la sociedad tal como el que desea superar su depresión, escapar de una relación destructiva o librarse de cualquier otra dolencia. Pero no es lo mismo ayudar que prohibir.

      John Stuart Mill dictaminó (Sobre la libertad): “El único propósito en virtud del cual puede ejercerse legítimamente el poder sobre un miembro de una comunidad civilizada en contra de su voluntad es impedir que dañe a otros. Su propio bien, sea físico o moral, no es justificación suficiente”. Con el único límite de respetar los derechos de los demás, el individuo libre no debe tener obstáculos en una democracia para buscar placer o conocimiento, disponer de sus energías o de su cuerpo, experimentar consigo mismo.

      Además, todos sabemos que la prohibición no ha logrado disminuir un ápice la producción, el tráfico y el consumo de drogas pero, en cambio, ha generado una horrorosa espiral de violencia que en México ha cobrado decenas de miles de vidas. ¿Por qué? ¿Para qué? Es la guerra más absurda que pueda imaginarse.