Aun cuando son frecuentes, por lo que supuestamente deberíamos estar acostumbrados a ellas y aun tomarlas como algo natural, consustancial a su oficio, las engañifas de los políticos me molestan como si fueran agravios personales. Me irrita especialmente que las profieran como si fueran verdades indudables, sin traslucir vacilaciones o dudas.
Es verdad que, como advierte Michael P. Lynch, los seres humanos mentimos con la misma naturalidad con que respiramos. “Mentimos para ocultar nuestras inseguridades, para hacer que otros se sientan mejor, para sentirnos mejor nosotros mismos, para que nos quiera la gente, para proteger a los niños, para librarnos del peligro, para encubrir nuestras fechorías o por pura diversión” (La importancia de la verdad, Paidós, 2005).
Pero no todas las mentiras son de la misma calaña. No creo reprochable mentir por cortesía, como cuando nos disculpamos por no aceptar una invitación a una reunión que no nos resulta atractiva diciendo que ya tenemos un compromiso en la misma fecha, o por compasión, como cuando le decimos a un enfermo que luce muy mal que su aspecto no es tan malo.
“Según creo sólo mentimos de verdad –si se me disculpa el oxímoron– cuando negamos voluntariamente la verdad a quien tiene derecho a esperarla de nosotros en un terreno determinado”, dice Fernando Savater (La vida eterna, Ariel, 2007).
Hay que distinguir al simple mentiroso del charlatán. El mentiroso conoce o cree conocer la verdad y a partir de ese conocimiento o esa creencia falsea lo que considera verdadero. Al charlatán, en cambio, no le interesa cuál es la verdad: sólo le interesa el efecto que causen sus palabras en los oyentes.
Alfonso Durazo, secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, dio varias versiones distintas del insólito episodio en Culiacán en el que el gobierno federal accedió a liberar a Ovidio Guzmán como consecuencia de la improvisación y la torpeza con que se llevó a cabo el operativo para aprehenderlo. La ineptitud quiso disfrazarla el secretario con narrativas falaces.
Ahora, ante un crimen que ha horrorizado al mundo, el asesinato de tres mujeres y seis niños de la comunidad mormona que habita desde hace casi un siglo en Galeana, Chihuahua, el mismo funcionario se ha apresurado a decir que el convoy de tres camionetas del que formaban parte las víctimas “pudo haber sido confundido por grupos delictivos que se disputan el control de la región”.
Como observa Gil Gamés (Milenio diario, 6 de noviembre), probablemente nadie le ha informado al secretario Durazo que la familia LeBarón, a la que pertenecen una de las mujeres y varios de los niños asesinados, es un motor de la economía del noroeste del país, sus miembros son activistas contra el crimen organizado y la inseguridad los ha golpeado una y otra vez.
En efecto, un joven de la familia fue secuestrado en 2009 y meses más tarde Benjamín y Luis Widmar LeBarón fueron secuestrados y asesinados.
En las camionetas del convoy no viajaba una sola persona armada, ni siquiera un solo varón adulto. Todos eran mujeres y niños, y una de ellas, que antes de ser asesinada pudo encarar a los pistoleros, así se los advirtió a los asesinos al suplicarles que no les dispararan, según el testimonio de un niño sobreviviente de la salvaje agresión.
¿En qué indicios se basa la suposición según la cual la masacre pudo deberse a que fueron confundidos?
Sólo ejerciendo el embuste o la charlatanería puede sostenerse, por ejemplo, que el parche al aeropuerto de Santa Lucía es más conveniente que el cancelado nuevo aeropuerto internacional de Texcoco, que la Comisión Nacional de los Derechos Humanos guardó silencio ante los abusos de poder de los gobiernos neoliberales, que la economía del país va requetebién, que la incidencia delictiva ha entrado en un punto de inflexión, que el gobierno federal cuenta con una estrategia para enfrentar la criminalidad (nunca ha explicado cuál es más allá del slogan abrazos en lugar de balazos).
La masacre de las tres mujeres y los seis niños de la comunidad mormona de Galeana es un caso límite de horror. Y es tan sólo un episodio más de la espiral de violencia que azota a buena parte del país y que el gobierno no enfrenta sino con una pobre retórica que cada vez convence a menos.