La verdad sin sesgos

La recomendación de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) sobre el caso Ayotzinapa es un impresionante documento de ¡2,178 páginas!, producto del trabajo escrupuloso de la oficina encabezada por José Larrieta, creada específicamente para el caso. Es obvio que casi nadie la ha leído. Las notas de prensa omiten o tergiversan puntos del mayor interés. Extrañamente, la CNDH no ha emitido un boletín que destaque los aspectos principales. Las recomendaciones deben tener la mayor difusión, y tratándose de un documento de tal extensión la conferencia de prensa es insuficiente para que la conozca la opinión pública.

            Quizá lo más importante de la recomendación es que no se han analizado todos los restos óseos encontrados en el basurero de Cocula y en el río San Juan. La prueba de ADN de esos restos permitiría la identificación genética de personas cuyos cuerpos fueron calcinados en ese lugar. 63 mil fragmentos óseos fueron recuperados en el basurero y en el río, y están en resguardo de la Procuraduría General de la República (PGR).

            En una revisión muestral de esos fragmentos, dentro de los cuales ya se han identificado algunos que corresponden a dos de los normalistas, se detectaron 114 que serían susceptibles de ser analizados.

            Es increíble que ni la PGR ni el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) hayan solicitado el análisis correspondiente al prestigiado laboratorio de la Universidad de Innsbruck, Austria.

            Entre los fragmentos hay 41 petrosas —parte del hueso temporal que encierra al oído interno— correspondientes por lo menos a 21 personas. Sería una prueba crucial: el análisis de esos restos determinaría si corresponden a los normalistas.

            La presencia de restos calcinados comprueba que en el aludido basurero se produjo fuego en el cual se quemaron cuerpos humanos. El Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), que reiteradamente descalificó la versión oficial sin aportar datos que pudieran dar lugar a una versión alternativa, niega que ese fuego se hubiera producido la noche del 26 de septiembre de 2014, pero la CNDH señala pruebas que acreditan que esa noche hubo un incendio en el basurero.

            La CNDH hace una imputación severa a los gobiernos municipal, estatal y federal: se sabía de tiempo atrás de los nexos de Abarca, el entonces presidente municipal, con el crimen organizado, y jamás se procedió en su contra.

            Por otra parte, la recomendación revela que policías estatales participaron en la agresión a tiros contra los normalistas. En cambio, el batallón de la zona no estuvo al tanto de lo que pasó después de que las víctimas fueron interceptadas por la policía.

            Ante las objeciones a la recomendación, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos ha respondido que la verdad sobre el caso es una, la cual debe estar sustentada en la evidencia objetiva y verificada de los hechos, no en opiniones o pareceres, ni debe responder a coyunturas o intereses políticos.

            El ombudsman sostiene que no avala la versión oficial —la denominada teoría de la “verdad histórica”—, pero que las críticas y cuestionamientos a ésta no pueden implicar que las posteriores investigaciones partan de un sesgo inicial o premisa de descartar todo lo relacionado con tal versión aun si se encuentra sustentado en pruebas.

            La Comisión Nacional de los Derechos Humanos no contradice la parte sustancial de la versión oficial: los normalistas fueron detenidos por policías municipales y entregados a criminales. Pero añade importantes puntos. Uno de ellos, de interés mayúsculo, es el de las motivaciones del crimen masivo. En una próxima columna me referiré al tema.

            Precisamente porque realizó su tarea con profesionalismo y afán de descubrir la verdad (no sólo parte de ella), no comparto con la Comisión Nacional de los Derechos Humanos la “bienvenida al establecimiento de la Comisión de la Verdad” que ha decidido el presidente de la República.

            La CNDH ha actuado en busca de la verdad en un caso de gravísima violación a los derechos humanos sin dejarse contagiar por posturas interesadas en hacer prevalecer una versión subordinada a intereses políticos. Las nuevas autoridades de la PGR cuentan con sus aportaciones para atar los cabos sueltos de la investigación. Entonces, ¿cuál es el sentido de una comisión de la verdad?

Los oscuros motivos

¿Por qué los alumnos de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa fueron llevados el 26 de septiembre de 2014 a la ciudad de Iguala? ¿Por qué precisamente los alumnos de primer grado? Ni la Procuraduría General de la República (PGR) ni el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) se han interesado demasiado en responder estas preguntas, no obstante que en las respuestas está el origen de los hechos espantosos de aquella fecha.

            En cambio, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) dedica decenas de páginas en su recomendación sobre el caso a tratar de desentrañar esos porqués: las razones que llevaron a los alumnos a Iguala. “Todas estas preguntas (las señaladas en el párrafo anterior) formuladas por algunos de los familiares de los desaparecidos deben, invariablemente, tener respuesta en la investigación practicada por la PGR”.

            Con el propósito de acercarse a las respuestas, el imponente documento de 2,187 páginas se remonta al origen, la índole y aspectos relevantes del funcionamiento de las escuelas normales rurales. La recomendación revela que la organización de alumnos de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa sometía a pruebas agobiantes a los aspirantes mientras los adoctrinaba en nociones de marxismo elemental. Incluso podía decidir sobre su admisión.

            Con frecuencia, en el patio del plantel había camiones tomados sin que el director pidiera a nadie explicaciones al respecto. Como en todo el estado de Guerrero, en la escuela era intenso el tráfico de drogas —con la complacencia de los directivos escolares— y había un alto índice de adicción. No obstante que se trata de un internado, los alumnos entraban y salían de las instalaciones libremente. Los estudiantes de primer ingreso con frecuencia tenían que cumplir misiones encargadas por la organización estudiantil: toma de camiones, boteos (recolección de dinero en un bote realizada en la vía pública), etcétera.

            En el expediente de investigación de la CNDH hay testimonios que involucran a alumnos de la Normal o a familiares de ellos en actividades relacionadas con el narcotráfico. Asimismo, hay referencias constantes y reiteradas de que el día de los hechos los normalistas iban infiltrados por gente armada, tal vez integrantes del grupo Los Rojos, enemigos acérrimos de Guerreros Unidos y de Los Ardillos en la disputa por el mercado, los territorios y las rutas del narcotráfico, disputa en la que las diferentes bandas actuaban en connivencia con autoridades y cuerpos policiales. Algunas evidencias son inquietantes.

            Aproximadamente a las 17:30 horas del 26 de septiembre, un líder estudiantil les indicó a los conductores de dos autobuses y a los estudiantes de nuevo ingreso que se alistaran porque iban a secuestrar autobuses a Iguala. De los cinco vehículos involucrados en los hechos, sólo de los dos que partieron de la Normal de Ayotzinapa se sacó a quienes iban a bordo. En ese par de camiones se focalizaron los ataques.

            Otro de los líderes estudiantiles mintió acerca de su ubicación en la tarde y la noche del 26 de septiembre. Declaró en algún momento que aproximadamente a las tres de la tarde salió de la Normal rumbo a Chilpancingo a “compras de aseo personal”, y permaneció allí hasta las 21 horas; pero en su primera declaración había manifestado que formó parte del grupo de estudiantes que de la Normal salió rumbo a Iguala y que fue objeto, junto con sus compañeros, de los ataques. Ninguno de los estudiantes que viajaron en los dos autobuses lo ubicó a bordo de alguno de éstos. Al iniciarse la agresión ya estaba en Iguala, pero hasta las 23:30 horas se presentó en el lugar de los hechos “en apoyo de sus compañeros”.

            Las evidencias recabadas —mencioné sólo algunas por razones de espacio— deben ser analizadas por la PGR, dice la CNDH, para determinar si en efecto hubo infiltración de miembros de Los Rojos en el grupo de normalistas que hizo presencia en Iguala, y si éstos fueron identificados o confundidos con integrantes de ese grupo criminal. Pero enfatiza que todos los desaparecidos de nuevo ingreso “son víctimas de los hechos y de las circunstancias”. Nada justifica “que hubieran sido identificados… como miembros de alguna organización criminal”.

Cuarta transformación

No hay día que no tengamos muestras de la verdadera índole de la cuarta transformación. Van dos ejemplos recientes.

            EL HUEVO DE LA SERPIENTE. El Presidente ya había llamado deshonestos a los ministros por el monto de su salario y por defender su autonomía constitucional. Además, había anunciado que no aceptaría la invitación a comer con ellos. La injuria y el desdén bastaban para colocarlos en la diana a la cual apuntaría el rencor del pueblo bueno.

            Al salir un automóvil del edificio de la Suprema Corte, a unos cuantos pasos de donde despacha el Presidente, una turba le impidió el avance durante varios minutos. Los agresores golpearon el toldo, el cofre y los vidrios del vehículo, algunos con palos, y le lanzaron botellas. La cáfila aullaba vituperios encendidos de una ira impostada. “¡Traidores! ¡Ratas! ¡Corruptos!” Ante la embestida del grupo, los ocupantes del coche estaban totalmente indefensos. Sólo el mismo vehículo, la carrocería, los protegía de la agresión. La policía nunca llegó a dispersar y detener a los atacantes.

            Tras el suceso, el Presidente tardó una eternidad en decir que las diferencias políticas no justifican la violencia, pero se abstuvo de condenar específicamente el ataque al automóvil en el que los facinerosos creyeron que se encontraba un ministro de la Corte. Como advierte Héctor Aguilar Camín, este incidente puede calificarse como “la primera aparición, en este gobierno, de una turba de supuesto origen popular, característica del fascismo” (Milenio diario, 17 de diciembre).

            Así haya sido un intento fallido, la tentativa de agredir a un ministro es de gravedad mayúscula. Pero, aun si el blanco de la horda hubiera sido otro, el asalto multitudinario a cualquier persona es absolutamente inadmisible y condenable. El silencio del partido gobernante, legisladores incluidos, es ominoso.

            POBRES POR SIEMPRE. En una comparecencia ante senadores, la secretaria de la Función Pública, Irma Sandoval, expresó su convicción de que, como parte de una nueva ética pública, los salarios que se pagan en la iniciativa privada deben reducirse siguiendo las pautas salariales del nuevo gobierno, que, salvo que prospere la acción de inconstitucionalidad contra la nueva ley de remuneraciones, reducirá los sueldos de los burócratas.

            Al día siguiente, la secretaria aseguró que no había dicho lo que dijo —se trató de una fake new, mintió— y el video de su comparecencia desapareció del canal de YouTube del Senado, pero sus palabras quedaron registradas por los medios.

            Al inicio de la entrada “Igualdad” de su admirable Diccionario filosófico, Fernando Savater recuerda la siguiente coplilla:

¡Igualdad!, oigo gritar

al jorobado Torroba.

¿Quiere verse sin joroba

o nos quiere jorobar?

            Como apunta Pascal Beltrán del Río (Excélsior, 17 de diciembre), un gobierno de izquierda tendría que estar interesado en subir los salarios en general y, con ello, lograr más recursos para el Estado en contribuciones, pero los actuales gobernantes parecen estar peleados con el dinero y con quienes lo tienen como producto de su trabajo.

            No se trata, entonces, de mejorar el nivel de vida de los trabajadores, sino de cultivar en los pobres un resentimiento punitivo. Es la postura del pobrismo. El enemigo no es la pobreza, sino los pobres que se esfuerzan por dejar de serlo. El bienestar de los demás debe producirles rencor, pero los pobres no deben aspirar a alcanzarlo para sí mismos.

            Para el pobrismo, los ingresos que excedan de lo estrictamente necesario para vivir son reprobables, aunque sirvan para mejorar la calidad de vida o, como dice Woody Allen, para calmar los nervios. Ese dinero extra es cosa de fifís. Se aumenta en mayor cantidad que la acostumbrada el salario mínimo, que aun así apenas alcanza para subsistir, pero se solicita que nadie pague sueldos atractivos.

            Es decir, el gobierno quiere que los pobres no dejen de serlo: el dinero excesivo es malo per se. Pero, curiosamente, el pobrismo de quienes hoy nos gobiernan no sintió repulsión por los fajos de billetes que René Bejarano obtenía rufianescamente ni se incomoda por contar entre sus filas, entre otros muchos, a individuos como Napoleón Gómez Urrutia, que no son precisamente menesterosos.

¿Colón genocida?

La estatua de Cristóbal Colón en el centro de Los Ángeles fue retirada en un acto en virtud del cual la ciudad pretende quitarse de encima “la vergüenza” de honrar al almirante genovés. El concejal de la ciudad, Mitch O’Farrell, descendiente de una tribu de Oklahoma, encabeza un movimiento que considera inadmisible rendir homenajes a Colón porque “es falso el relato de que descubrió América, fue responsable de atrocidades y sus actos pusieron en marcha el mayor genocidio de la historia”.

            En todos los países de América a donde llegaron los conquistadores españoles han surgido movimientos de similar inspiración. En el nuestro, la estatua de Colón en el Paseo de la Reforma ha intentado ser derribada en la conmemoración del 12 de octubre, sin embargo, no es sostenible que Cristóbal Colón haya sido un genocida. El genocidio consiste en la eliminación de un grupo étnico, nacional o religioso. Seguramente, el ejemplo más claro es el del exterminio de judíos en la Alemania nazi.

            Colón no se propuso terminar con los indígenas. No tenía ningún interés en intentarlo. En cambio, le interesaba contar con ellos como mano de obra. Tuvo esclavos, es verdad, pero en una época en que la esclavitud era legal en el mundo y aún faltaban varios siglos para que quedara abolida… en los ordenamientos jurídicos, pues en la realidad aún subsiste marginalmente.

            No puede juzgarse el pasado con las reglas y los valores del presente. Casi nadie se salvaría de la condena. Un ejemplo: nuestro admirado Fray Bartolomé de las Casas, quien, como advierte Borges con su acerada ironía, “tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas”.

            Entre los indígenas también existía la esclavitud. Los aztecas sojuzgaron a otros pueblos, esclavizaban a sus prisioneros, los sacrificaban y devoraban su corazón. Fueron sanguinarios y odiados por los pueblos sojuzgados. La conquista española en realidad fue obra del odio de pueblos indígenas contra el feroz dominio azteca, aborrecido desde la costa del Golfo hasta Oaxaca, desde Tabasco hasta los desiertos norteños.

            ¿Pero y lo que sucedió después de Colón? Bueno, nadie puede ser responsable de lo que pasa una vez que ha muerto, pero tampoco los conquistadores españoles fueron genocidas. La unión de los españoles y las indígenas da como fruto a los primeros mexicanos: ¡nosotros! Martín Cortés, hijo de doña Marina y Hernán Cortés, es simbólicamente el primer mexicano.

            Como en todas las conquistas, murieron muchos conquistados en los combates y por la explotación de parte de los conquistadores, pero éstos jamás tuvieron el propósito de exterminarlos. Consumada la conquista, en relativamente poco tiempo entraron en vigor leyes que los protegían.

            Es cierto que cuando Cortés pisó suelo, de lo que más tarde sería México, había en la región mesoamericana entre 15 y 30 millones de indígenas y al final del siglo XVI sólo quedaban dos millones. Pero las muertes no se debieron principalmente a la explotación y a las armas españolas, sino a una enfermedad desconocida que los mexicas llamaron cocoliztli (el mal o pestilencia en español).

            Un estudio reciente con ADN antiguo ha identificado el patógeno: la salmonela, que causó más estragos que el sarampión, el tifus y las paperas. Hubo dos grandes epidemias, una en 1545, en la que se estima que murió el 80% de la población, y otra en 1576, en la que falleció el 45% de los cuatros millones de indígenas que quedaban.

            Expertos alemanes en ADN antiguo y arqueólogos mexicanos hallaron en la Mixteca Alta de Oaxaca la bacteria salmonella enterica en los dientes de indígenas que murieron durante las epidemias (la investigación está publicada en Nature Ecology & Evolution). Los españoles eran inmunes. El patógeno ya existía en Europa: fue identificado en restos humanos enterrados en Noruega 200 años antes de los viajes de Colón.

            Telón: sin el triunfo de Cortés —como advierte Luis González de Alba en Las mentiras de mis maestros (Cal y Arena)— no existiría el México actual ni la población actual. ¡No existiríamos nosotros! Ω