La pasión sectaria

Sólo su verdad es válida. No necesita defenderla con razonamientos: es axiomática. La apoya el pueblo sabio y bueno, y eso la hace invulnerable a cualquier cuestionamiento, a cualquier refutación.

            Es un ejemplo acabado de sectarismo autoritario. Lo anima el afán de destruir todo lo anterior a su gobierno, por valioso o benéfico que haya sido y siga siendo. No le importan los dictámenes de los expertos ni la voz de analistas cuyo prestigio se sustenta en la sensatez y la honradez intelectual de sus reflexiones.

            Guiado por esa pasión sectaria, echó a la basura, sin contemplaciones, la gran obra del nuevo aeropuerto internacional, que llevaba un tercio de avance, su conclusión era autofinanciable, resolvería el grave problema de insuficiencia de la terminal aérea actual, generaría cientos de miles de empleos y significaría un colosal progreso para el país.

            Pero la obra había sido concebida e iniciada por un gobierno anterior. Era razón suficiente para desecharla. No lo disuadió que los especialistas más autorizados, con base en estudios rigurosos, manifestaran categóricamente que esa era la mejor opción para el país en cuanto a capacidad de vuelos y condiciones de comodidad y seguridad para tripulaciones y pasajeros.

            Inducido por esa obsesión, recortó el presupuesto de los institutos médicos que son un orgullo de México y que tanto han hecho por la salud de los mexicanos; canceló el apoyo a los refugios de mujeres víctimas de violencia, que han salvado a tantas del infierno cotidiano e incluso de la muerte, y el financiamiento a las estancias infantiles, gracias a las cuales decenas de miles de mujeres han podido trabajar o estudiar con la tranquilidad de que sus hijos pequeños estaban bien cuidados, bien alimentados y recibían educación impartida por profesionales; eliminó comedores populares que daban alimentación nutritiva a medio millón de los más pobres entre los pobres, y renunció a las fuentes de energía limpia.

            Carece del brillo y la cultura de otros líderes que han cautivado a las multitudes. Su discurso es cansino, gris, infestado de muletillas y lugares comunes. No ha defendido sus ideas, sus programas y sus acciones con argumentos, sino con el fácil recurso de descalificar a todos sus críticos: conservadores, prensa fifí… y nada más, porque tampoco en las adjetivaciones ha sido ingenioso.

            Su visión del país, del mundo y de la historia es esquemáticamente estrecha. Sus certezas son las que pregonaban los libros de texto de educación básica de mediados del siglo pasado. Sus héroes son de bronce, exentos de los claroscuros que caracterizan a los seres humanos.

            Sólo su verdad es válida. No necesita defenderla con razonamientos: es axiomática. La apoya el pueblo sabio y bueno, y eso la hace invulnerable a cualquier cuestionamiento, a cualquier refutación. Él escucha la voz del pueblo y eso lo hace transitar por el camino correcto.

            Sólo él, quienes están en su equipo y quienes lo apoyan son honestos. Su honestidad no puede ponerse en duda. En consecuencia, se puede asignar obra pública sin licitación, pues sus acciones no tienen por qué sujetarse a las normas de transparencia y rectitud que suelen regir en el Estado de derecho. Lo que en otros gobiernos le parecía escandaloso, en el suyo es aceptable porque su honestidad es indiscutible.

            Está poseído por la oscura soberbia del fariseo, del poseído por el delirio de estar cumpliendo una tarea mesiánica. Arde en su mente y en su corazón el regocijo por la propia intolerancia, alimentada por la certeza de su infalibilidad. No se deleita en la polémica, pues no polemiza, para lo cual se requiere argumentar, sino en el anatema contra quienes fulmina cada mañana, ante las cámaras de todo el país, con sus juicios inapelables. El anatema es el mayor placer de todo sectario.

            En su perspectiva de “conmigo incondicionalmente o contra mí”, aborrece no sólo a todos los gobiernos que desde su punto de vista adoptaron en su gestión el modelo neoliberal, sino también a las organizaciones de la sociedad civil, a las que acusa indiscriminadamente de corruptas y al servicio de los poderosos. El Partido del Trabajo y el Partido Encuentro Social —¡agggh!— le inspiran un aprecio que no les tiene a aquellas organizaciones, sin las que, por decirlo con las palabras de Ángeles Mastretta, “México sería mucho menos habitable de lo que es”, pues las integra “gente que corrige con sus acciones el día a día, que salva a otros de la desgracia, que libera, que construye…” (Nexos, abril de 2019).

¿Justicia ilegal?

La orden del Presidente de la República a varios de sus colaboradores de no cumplir disposiciones constitucionales socava gravemente el Estado de derecho y el régimen democrático.

            El Presidente alega que entre la legalidad y la justicia no hay que dudar: debe sacrificarse la primera para que prevalezca la segunda. El alegato suscita preguntas acuciantes: si no es la ley o la resolución judicial la que determina lo que es justo, ¿quién lo va a dictaminar?, ¿cómo puede el ciudadano oponerse a un acto de autoridad que vulnera sus derechos?

            El gobernado interpelaría al gobernante: sus actos son contrarios a derecho y me resultan perjudiciales; si no rectifica, voy a acudir a un juez o a un organismo público de derechos humanos para defenderme de su arbitrariedad. El gobernante respondería: sí, mis actos transgreden normas jurídicas, pero son justos. Esto significa solamente que a él le parecen justos o que así lo indica para justificar sus atropellos.

            Durante la gestión de López Obrador como Jefe de Gobierno del entonces Distrito Federal proliferaron los linchamientos (como proliferan ahora mismo). La Procuraduría General de Justicia capitalina no hizo nada porque fueran castigados a pesar de que la ley le impone el deber de perseguir esos gravísimos delitos. Interrogado al respecto por reporteros, el Jefe de Gobierno sentenció que con los usos y costumbres del pueblo, del México, profundo, era mejor no meterse.

            Tres policías federales que cumplían con su deber fueron quemados vivos en Tláhuac después de ser apaleados con saña por varias horas por una turba. El linchamiento era presenciado en todo el país pues lo transmitían en vivo las dos televisoras más importantes, Televisa y TV Azteca. La muchedumbre sólo interrumpía la paliza para que los policías fueran entrevistados por los reporteros. Ellos suplicaban a sus jefes que los libraran de ese infierno, como era su deber. No se hizo nada por salvarlos: los usos y costumbres por encima de la ley; la barbarie derogatoria del derecho, de los derechos.

            Por supuesto, una ley puede ser injusta, y en ese caso es necesario reformarla o derogarla. Pero esa reforma o derogación debe ser fruto primero de un cuidadoso análisis de los especialistas en la materia y después del proceso legislativo en el que se escuchen y se ponderen las diferentes opiniones de los legisladores.

            Lo que es inaceptable es que el Presidente ordene la desobediencia a normas jurídicas vigentes arguyendo que tales normas son injustas. Se está arrogando una facultad que no le corresponde. Una sola voluntad impera sobre la de decenas de millones de ciudadanos de un país.

            El autoritarismo —el ejercicio del poder sin limitaciones— es enemigo mortal de la democracia, la cual no se limita a la elección de las autoridades mediante el sufragio sino que supone una serie de principios básicos entre los cuales destaca el de la legalidad: todo acto de autoridad debe estar fundado en la ley.

            En el Estado democrático de derecho toda autoridad está obligada a ceñirse a lo que señalan las leyes, y la ley de mayor jerarquía es la Constitución. Por eso los servidores públicos se comprometen cumplir y a hacer cumplir suprema y las leyes que de ella emanen.

            Cuando el titular del Poder Ejecutivo ordena que deje de cumplirse con disposiciones constitucionales está golpeando el corazón del Estado democrático de derecho y está incumpliendo la protesta que hizo al tomar posesión del cargo.

            Los partidos de oposición que creen en la democracia, los organismos defensores de los derechos humanos, quienes gozamos del privilegio de disponer de un espacio en algún medio de comunicación y todos los demócratas debemos alzar la voz: “¡no aceptamos el autoritarismo: las autoridades deben acatar invariablemente la Constitución, las leyes y los reglamentos!”

            La apertura de cauces democráticos en nuestro país ha sido resultado de la convicción y el trabajo paciente de mexicanos decididos a jugar su papel de ciudadanos. No ha sido nada fácil. Nuestra democracia padece deficiencias e insuficiencias inocultables, pero es una democracia —el menos malo de los sistemas de gobierno, entre otras cosas porque ofrece opciones para combatir las arbitrariedades— y puede ir mejorando gradualmente. Es preciso defenderla. Ω