Se trata de humillarlo, de intimidarlo, de arrinconarlo, de ensombrecerlo, de disminuirlo, de clavarle en el pecho la zozobra, de hacerle ver que está a merced de los agresores.
Ningún daño les ha hecho, ninguna provocación, ningún desafío. No es una represalia. Ningún motivo ha dado para la actitud de sus compañeros, transformados en enemigos.
¿Por qué a él, o a ella? Un ademán, un gesto, una manera de caminar, de hablar o de mirar, ciertos silencios, algo pone en evidencia que es el débil del grupo, la víctima propiciatoria.
¿Por qué nadie alza la voz para defenderlo? ¿Por qué la pasividad, la indiferencia, la distancia? Una sola palabra de protesta, quizá, podría disuadir a los acosadores, inhibirlos. ¿Por qué nadie la pronuncia?
Es evidente que se encuentra en absoluto estado de indefensión. No tiene la fuerza física para enfrentar a sus atacantes; sobre todo, no tiene la fuerza anímica para hacerlo.
Está absolutamente solo, rodeado de caníbales que devoran su alegría y su sosiego en una ceremonia en la que él, o ella, ha sido el elegido para ser inmolado en el altar de la irracionalidad.
¿Qué placer les proporciona a los acosadores tener sometido al acosado? ¿Qué sienten al observar en su rostro el miedo, la angustia, la desesperación del cervatillo rodeado por las hienas?
No hay súplica ni alegato que valga. Es una tortura. Como en toda tortura, el agraviado no tiene derecho a hablar. A diferencia de la policiaca, en ésta no se busca una confesión ni cierta información, ni se quiere castigar al torturado por haber realizado determinada conducta. Este tormento no tiene por qués ni para qués. Su finalidad se agota en el acto mismo de maltratar.