Philip Gourevitch[3]
The New Yorker, 18 de agosto de 2018
Durante los diez años en que fue Secretario General de la ONU, se dijo con frecuencia de Kofi Annan poseía una calma sobrenatural. Incluso para aquellos que trabajaban más estrechamente con él, parecía ser un hombre ajeno a la ira, que nunca tomaba las cosas personalmente, una cualidad que se reflejaba en su hábito de decir “nosotros”, como lo hace un rey, cuando asuntos de importancia estaban en juego. La capacidad de Annan para proyectar esta personalidad imperturbable —la del intermediario honesto entre intereses en conflicto— se citaba generalmente como su gran fortaleza. Sin embargo, este distanciamiento emocional, de otras maneras mucho más profundas, fue también su debilidad característica. Antes de convertirse en Secretario General, en 1997 se desempeñó como Jefe del Departamento de Operaciones de Mantenimiento de la Paz de la ONU, y en ese cargo presidió los ignominiosos fracasos de las misiones de paz de Naciones Unidas en Somalia, Ruanda y Bosnia. No obstante, hasta su muerte, el sábado último, en Suiza, se negó rotundamente a reconocer cualquier responsabilidad significativa personal o institucional por esas debacles, incluso mientras hablaba incansablemente de la necesidad desesperada en el mundo de un liderazgo más responsable: “cabezas frías y juicio sobrio”, como lo expresó en una entrevista con la BBC, en abril, en una de sus últimas apariciones públicas con motivo de su octogésimo cumpleaños. Sigue leyendo