El porvenir de las fuerzas armadas1

Mario Bunge

Recientemente tuve la oportunidad de conversar largamente con un oficial de la fuerza aérea canadiense, a quien llamaré Capitán Winter. Este es un hombre culto y con ideas propias y buenos modales, que se graduó de ingeniero y actualmente trabaja como instructor de aviación. Nuestra conversación fue más o menos la siguiente.

—Ahora que terminó la guerra fría ¿cree usted, Capitán, que las fuerzas armadas podrán seguir como si nada hubiera pasado?

—Por supuesto que no. Ya no necesitamos tanto personal ni tanto armamento.

—Sobre todo en países que, como Canadá, no tiene enemigos a la vista y que están abrumados por la deuda externa. Al fin y al cabo, las fuerzas armadas se tragan el 10% del producto interno bruto, suma que podríamos aplicar a la amortización de la deuda.

—En efecto. Pero hay más, profesor. No sólo debiéramos reducir considerablemente los efectivos y el armamento de nuestras fuerzas armadas. También habría que cambiar radicalmente su misión.

—¿Cómo es eso?

—Puesto que ya no tenemos enemigos, no debiéramos seguir preparando a la gente para combatir.

—O sea, según usted el militar del futuro no tendría que ser un asesino legal. Pero entonces ¿a qué se dedicaría? ¿No sería mejor desmantelar totalmente las fuerzas armadas, como lo hizo Costa Rica hace más de medio siglo?

—No, porque alguien debe ocuparse de hacer ciertos trabajos duros y sucios que exigen fuerza, disciplina y coordinación.

—¿Por ejemplo?

—Buscar a un grupo de gente perdida en la montaña o en alta mar; asistir a las víctimas de inundaciones y terremotos; apagar incendios de bosques; e imponer orden en una revuelta mayúscula.

—¿No bastarían el cuerpo de bomberos y la policía para ejecutar esas tareas?

—No, porque esos cuerpos son locales y tienen pequeños recursos. Necesitamos una fuerza móvil que pueda proteger todo el territorio nacional y pueda disponer rápidamente de toda una batería de recursos.

—¿Qué clase de recursos?

—Equipos y pericias de distintos tipos. No es lo mismo buscar sobrevivientes de un avión caído en un desierto, que rescatar gente enterrada en una mina.

—De modo, Capitán, que usted propone la transformación de las fuerzas armadas en una especie de Cuerpo Nacional de Búsqueda, Rescate y Pacificación.

—Exactamente. Y repare en que, de hecho, nuestras fuerzas armadas ya cumplen estas funciones, tanto en el país como en el exterior.

—Entonces el cambio ¿sólo consistiría en reducir los cometidos de los efectivos?

—No. Sería mucho más profundo, tanto en equipos como en la cultura del cuerpo.

—Explíquese, por favor, Capitán.

—Comencemos por el equipo. El Cuerpo que imagino no necesitaría armamento ofensivo: tanques, cañones, acorazados, bombarderos, etcétera.

—¿Bastarían brújulas, cortaplumas suizos y bastones?

—No me tome el pelo, profesor. Haría falta algún armamento, pero sólo de tipo defensivo, tales como rifles de asalto, ametralladoras, granadas, lanchas, helicópteros, y aviones de caza. Lo necesario para aplastar una revuelta armada.

—O sea, que su Cuerpo no estaría en condiciones de intervenir en una guerra civil, tal como la que ha estado destruyendo a Yugoslavia.

—En efecto. Por lo demás, usted ha visto que la intervención de las tropas de las Naciones Unidas en este conflicto ha sido totalmente inútil.

—¿En qué tipo de revuelta piensa usted, Capitán?

—Por ejemplo, el último genocidio en Ruanda, que costó casi un millón de vidas en un par de meses.

¿Por qué cree usted que para parar ese desastre hubiera bastado un pequeño cuerpo expedicionario?

—Porque el genocidio fue preparado a ojos vistas por un puñado de políticos locales: fue ampliamente anunciado. Además, la principal arma utilizada fue el machete. Si las Naciones Unidas hubieran intervenido al comienzo, enviando una unidad móvil autorizada a inmovilizar a los agresores, se habría evitado la tragedia.

—Pero los expedicionarios ¿no se habrían envuelto en batallas?

—No, porque los combatientes nativos, tanto los gubernistas como los rebeldes, carecían de adiestramiento y de disciplina. Además, como ya dije, mataban a mano.

—Le concedo entonces que el Cuerpo que estamos imaginando necesitaría un equipo muchísimo más modesto y barato que un ejército regular. Pero usted también mencionó la necesidad de un cambio de cultura.

—En efecto. Vea usted lo que sucedió en Somalia con la unidad canadiense aerotransportada. Algunos de nuestros soldados, enviados para detener la matanza, asesinaron y maltrataron a civiles.

—En efecto, en África nuestros soldados se comportaron de manera muy diferente al modo en que se condujeron en Yugoslavia. Despreciaban a los negros, no a los blancos. ¿Por qué cree usted que pasó esto?

—Porque habían asimilado por su cuenta actitudes e ideas que ciertamente no les hemos inculcado en las fuerzas armadas canadienses.

—¿A qué se refiere usted?

—Al racismo importado de Estados Unidos. Recuerde que, como se vio en ciertos vídeos, esos soldados honraban la bandera de los confederados esclavistas del Sur de Estados Unidos. Y cada vez que salían a patrullar las calles, anunciaban alegremente que se disponían a cazar negros. Lo tomaban como un deporte.

—¿Cómo se puede cambiar esas ideas y actitudes?

—Es difícil, si no imposible. Hay que cortar por lo sano, desbandando la unidad íntegra. Es lo que acaba de hacer el gobierno nacional con la unidad aerotransportada que volvió de Somalia.

—¿Está usted sugiriendo borrón y cuenta nueva?

—En efecto. En adelante tendríamos que entrenar a ayudar, no a combatir.

—O sea, ¿boy scouts en pantalones largos, botas y cascos?

—¿Por qué no? Pero, desde ya, sin los ritos infantiles de los escuchas.

—Y con una preparación técnica que vaya más allá de saber hacer nudos de distintos tipos.

—En efecto, necesitamos formar exploradores, bomberos, enfermeros, choferes y expertos en comunicaciones. Además, tendrán que ser duchos en desarmar o herir (nunca matar) a un civil armado.

—Esto me recuerda la sublevación de indígenas en Oka, cerca de Montreal, durante el verano de 1991. Un grupo de indígenas armados se enfrentó con la policía, y fue un desastre. Los policías molestaron a indígenas desarmados pero no pudieron parar a los armados. La intervención del ejército cambió las cosas de raíz.

—Así es, profesor. En lugar de combate armado hubo una puja de miradas fijas, sin un solo disparo de armas de fuego. Fue la batalla más original de la historia reciente. Todo terminó al cabo de unas semanas con el arresto del principal agitador, apodado Lasagna. Este resultó ser un americano veterano de la guerra de Vietnam. Pasa por ser el único preso político en Canadá, pero se ha probado que, además de ser un hombre violento, es un delincuente común que se dedicaba al contrabando de cigarrillos.

—El éxito logrado en la confrontación de Oka sugiere que en las fuerzas armadas canadienses hay un núcleo sano que podría servir para constituir el Cuerpo que las suceda.

—Ciertamente. Pero no será fácil.

—¿Qué obstáculos prevé usted, Capitán?

—Por lo menos dos. El primero es la inercia de los políticos. El licenciamiento de una gran parte de las fuerzas armadas, y la reducción drástica del arsenal, le costaría muchos votos a cualquier partido político que votase tales medidas.

—Y ¿el segundo obstáculo?

—La inercia de las propias fuerzas armadas. Pero, como se imaginará, no puedo explayarme sobre este aspecto del problema. Tendrá que imaginárselo usted mismo.

—No es un misterio. A usted no le cuesta imaginar las reformas porque es un hombre versátil: ingeniero, aviador, instructor y organizador. Usted podría ganarse la vida en el sector privado. Pero casi todos los demás fueron entrenados principalmente para el combate, de modo que no pueden imaginar un futuro diferente.

—Aquí se equivoca, profesor. La tragedia del soldado en nuestro tiempo, ya en Occidente, ya en lo que solíamos llamar Oriente, es que imagina muy bien lo que le espera: nada. Se ha quedado sin misión y teme ser licenciado. Teme perder su principal privilegio, la seguridad del empleo, y teme no poder readaptarse a la vida civil.

—Esta falta de buenas perspectivas debe de ser muy desmoralizante.

—En efecto. Ya vimos los efectos de esta desmoralización en Somalia y en Ruanda.

—¿Cómo encararía usted este problema, Capitán?

—Habría que tomar todo un conjunto de medidas: reciclado de los jóvenes y jubilación temprana de los demás,

—¿Quién puede ocuparse del reciclado?

—Los propios colegios militares, algunos de los cuales están siendo cerrados. Tienen buenos profesores, y no todos ellos enseñan a combatir.

—Lo sé. Hace casi medio siglo mandé pedir desde Buenos Aires un excelente manual de mediciones físicas escritas por un profesor de uno de los grandes colegios militares canadienses. Pero ¿qué hacer con los jubilados antes de tiempo? ¿No teme usted que se transformen en delincuentes?

—Este peligro es real y muy grave. Está ocurriendo en la exUnión Soviética. Para evitar que eso ocurra no hay que licenciar a los soldados y oficiales y soltarlos a la calle. Hay que desmovilizarlos gradualmente y ayudarles a que reorganicen sus vidas.

—¿Cómo?

—Una manera de ayudarlos es brindarles asistencia técnica y financiera para que formen pequeñas empresas en las que puedan emplear algunos de los conocimientos técnicos que aprendieron en la fuerza.

—Espero que no pensará usted en la fabricación de armas o en el entrenamiento de mercenarios.

—Es claro que no. Pienso en lo que ocurrió en Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial. Un millón de exsoldados se enrolaron en universidades, gracias a un préstamo especial del gobierno. Y muchos oficiales pasaron a ser gerentes de empresas de negocios.

—Es verdad. Los expertos en técnica de la administración recuerdan esa época por el estilo autoritario de la gestión empresarial y la correspondiente estructura jerárquica de la empresa. El juicio sobre ese período es ambivalente.

—Así será. Pero al menos esa gente no amenazaba a la población civil, como lo hubieran hecho en otros países. De todos modos, el problema de la desmovilización es minúsculo comparado con el de la formación del Cuerpo Nacional de Búsqueda, Rescate y Pacificación, que debiera de suceder a las actuales fuerzas armadas

—Este será sin duda un problema peliagudo pero digno de ser enfrentado. Le prometo pensarlo y discutirlo en algunos de mis cursos de filosofía.

—Y yo me comprometo a trabajar por el cambio. Le buscaré si me topo con problemas filosóficos, aunque de momento no se me ocurre de qué serviría un filósofo.

—Se lo diré: los filósofos pueden descubrir problemas, aclarar ideas, e incluso proponer algunas nuevas. Al fin y al cabo, lo que más escasea son ideas audaces para rediseñar y reconstruir un mundo que se está desmoronando.

—De acuerdo. Hasta la vista, profesor.

—Adiós, Capitán. Ω



[1] Cápsulas, Gedisa. España. 2003, p. 217-222.