Por Luis de la Barreda Solórzano
21 de abril de 2022
Por supuesto, todo
ataque a la población civil en una guerra es un repugnante crimen de lesa
humanidad que contraría los principios y valores del proceso civilizatorio.
Si la invasión de
un ejército a un país es, por sí misma, absolutamente reprobable, y cada
muerte, cada herida, cada mutilación, cada acto de destrucción son crímenes
graves del gobierno y el ejército del país invasor, los ataques contra civiles
son los más vituperables de esos crímenes.
No puede sino
causar horror en toda alma no deshumanizada el bombardeo contra hospitales —el
ataque contra una maternidad ha sido una manifestación de barbarie extrema—,
escuelas, viviendas, lugares de refugio y, desde luego, la ejecución de civiles
en las ciudades ocupadas.
La solidaridad internacional
con Ucrania invadida por el ejército ruso no es sencillamente la defensa de la
vida, sino la protección activa del rostro de humanidad verdadera. “No es tanto
la supervivencia de los hombres lo que está en juego. Tras una guerra de
exterminio —ni siquiera hace falta que sea nuclear— podrían sobrevivir algunos
hombres, pero perderse irreparablemente el conjunto de valores y
comportamientos que llamamos ‘humanidad’”, dice Fernando Savater en Las razones
del antimilitarismo.
Entre los crímenes
de guerra, todos aborrecibles, me producen un asco mayúsculo las violaciones
sexuales. Una violación, en tiempos de paz o durante una guerra, o al finalizar
un conflicto armado, es un repugnante atentado contra la dignidad humana y
contra la libertad erótica, uno de los bienes más sagrados de toda persona.
La conducta del
violador está motivada en el afán de humillar, de ofender gravemente a la
víctima, un ser humano con preferencias, sentimientos, sueños, anhelos y
dignidad. Como lo expresa el reproche de un personaje de Dulce cuchillo, de
Ethel Krauze, al violador: “… violas algo más íntimo que la vagina, una vagina
del alma, un himen del espíritu… violas el cuerpo inerme que no está preparado
para defenderse… violas su vergüenza, su asco, su sensación de ir al abismo sin
saber cómo detenerse… violas su relación con el mundo, la percepción que tendrá
de ahora en delante de la confianza, de la seguridad, de la vida misma”.
Se han documentado
numerosas violaciones de mujeres, y algunas de hombres, en todas las guerras y
los periodos de posguerra. Se calcula que tras la derrota de los nazis un
millón de mujeres alemanas fueron violadas por soldados rusos. El libro Una
mujer de Berlín, que fue hecho película, es una crónica de la experiencia
personal de una de las víctimas, tan amarga y dolorosa que la autora decidió
permanecer en el anonimato.
El alcalde de Bucha
ha confirmado —no puedo recordarlo sin náusea— que los soldados rusos violaron
a 25 niñas y adolescentes de entre 11 y 14 años durante el mes que las tuvieron
encerradas en un sótano de la localidad. Un guarda también fue violado, tras de
lo cual se le asesinó. El ministro de Relaciones Exteriores ucraniano señala
que se han perpetrado numerosas violaciones de mujeres por parte de las fuerzas
rusas.
Joanna Bourke asevera:
“Pese a la frecuencia con la que se da, es importante subrayar que la violación
no es inevitable ni en las fuerzas armadas ni en tiempos de guerra… Un alto
grado de vigilancia podría reducir las oportunidades para los abusos” (Los violadores).
Las mujeres han
sido botín de guerra y objeto de los violadores para vejar a todos los
habitantes del país de las víctimas. Pero ni siquiera en el transcurso de una
guerra es ineluctable convertirse en violador, como tampoco lo es volverse autor
de crímenes de lesa humanidad. Un veterano de la guerra de Vietnam escribió que
la guerra era un crimen que había cometido, mas “no así la violación, el
asesinato en masa, la tortura, la quema de casas y el asesinato de prisioneros”
(William Crandell, “What did America learn from the winter soldier
investigation?”, Vietnam generation número 5, marzo de 1944).
Fuente:
https://www.excelsior.com.mx/opinion/luis-de-la-barreda-solorzano/botin-de-guerra/1510929
(26/04/22)