En El fulgor de la noche. El comercio sexual en las calles de la Ciudad de México (Océano, 2017), Marta Lamas aborda un tema de urgente actualidad. Es un libro que debieran leer, sobre todo, las fiscales de trata de personas, los jueces penales y los legisladores de toda la República.
Con extraordinaria potencia argumentativa y en una prosa clara y minuciosa, la autora sale al paso de las voces que reclaman, como parte de la estrategia contra la trata, la abolición del trabajo sexual, pues entienden que quienes lo ejercen devienen en esclavas sexuales. Es un asunto que ha enfrentado a las feministas de todos los países occidentales.
La fundadora de las revistas Fem y Debate feminista y del Grupo de Información en Reproducción Elegida (GIRE) distingue con precisión el trabajo sexual voluntario del repugnante y gravísimo delito de trata. Entre aquel trabajo y este delito hay una diferencia abismal, la misma que existe entre toda labor remunerada que se realiza voluntariamente y la reducción de seres humanos a la esclavitud con fines de explotación sexual o de otra índole.
El trabajo desempeñado libremente requiere una normativa que prevenga y sancione abusos contra los trabajadores, les otorgue prestaciones y les imponga deberes, en tanto que la trata de personas es un crimen aberrante que ameritaría que Yahvé volviera a hacer que lloviese fuego contra los culpables. Miles de mujeres en el mundo han elegido dedicarse al trabajo sexual básicamente por el beneficio económico que obtienen de éste.
La posibilidad del ejercicio voluntario del trabajo sexual no es admitida por las neoabolicionistas. Alegan que en la sociedad patriarcal y sexista, en la que las mujeres ocupan posiciones de subordinación con respecto de los varones, cierta clase de elecciones están determinadas por preferencias adaptativas, las que, por decirlo coloquialmente, hacen de la necesidad, virtud. La elección de la prostitución —término que no le gusta a Lamas por su carga despectiva y su sentido condenatorio— refleja, desde el punto de vista de las neoabolicionistas, los deseos deformados por el sexismo cultural y ciertas condiciones socioeconómicas.
No es difícil advertir que tal planteamiento, llevado a sus últimas consecuencias, implicaría que todo consentimiento otorgado por las mujeres, en la esfera sexual y en cualquier otra, dada la situación de desigualdad entre los sexos, sería un consentimiento viciado, no genuino. El corolario sería nefasto: tendríamos que considerar a las mujeres en todos los casos y en todos los ámbitos incapacitadas para manejar su propia vida, como se les consideró doquiera durante milenios y aún se les considera en regímenes regidos por la sharía.
Me apresuro a apuntar que ninguna decisión de ningún ser humano se toma al margen de las circunstancias de la ocasión. Lo expresó memorablemente José Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mi circunstancia”. Sin duda, millones de obreros y campesinos, de empleados públicos y privados, miles de mineros, albañiles, afanadores, policías o taxistas preferirían, en lugar de su trabajo actual, ser el centro delantero del Rebaño Sagrado con el salario de Alan Pulido, y muchísimas secretarias, meseras, enfermeras, trabajadoras domésticas e incluso profesionistas y empresarias quisieran la voz, la figura, el éxito y los ingresos económicos de Shakira en vez de su presente ocupación.
Pero de ahí no se sigue que el trabajo que desempeñan esos hombres y esas mujeres sea un trabajo esclavo. La esclavitud sexual es la que padecen, por ejemplo, las víctimas del Estado Islámico, y las de traficantes de personas que las han privado de su libertad para explotarlas sexualmente. Los elementos definitorios de la esclavitud sexual, o de cualquier otra modalidad de trata de personas, son la coerción o el engaño, que anulan la libertad. La trata sexual fuerza a una mujer o a un hombre a prestar su cuerpo contra su voluntad, lo que resulta monstruoso y debe combatirse con todo rigor, pero —subraya Marta Lamas— “también hay quienes realizan una fría valoración del mercado laboral y eligen la estrategia de vender servicios sexuales”.
La prostitución no es un oficio que conduzca a la beatitud. A mí me parecería inaceptable pagar por un coito. Algo de triste y oscuro tiene el sexo pagado. Pero admitamos que las trabajadoras sexuales prestan un servicio, no exento de dificultades y peligros. Algunas juegan el papel de confidentes o terapeutas: el cliente les cuenta lo que a nadie más le confía.
Con las trabajadoras sexuales los clientes buscan el desfogue sexual de la manera en que no lo experimentarían con una pareja, ya sea por negativa de ésta, por prejuicio propio o por carecer de pareja. En el fulgor de la noche abundan los insatisfechos, los deprimidos y los solitarios: acuden a ese fulgor para escapar un poco de las sombras.
“Esto tiene mucho que ver —observa Marta Lamas— con la compleja definición de Freud de la libido, que aparece como una fuerza pulsional que desafía la tipificación fácil del comportamiento. Creer que el comercio sexual es un problema exclusivamente económico de las mujeres distorsiona la comprensión del fenómeno al no visualizar su contenido psíquico, en especial, el ‘carácter incoercible’ del inconsciente en los clientes que acuden a comprar servicios sexuales”.
Autorizada o no, la prostitución ha existido siempre y en todas las sociedades. La prohibición conduce a las trabajadoras sexuales a la ilegalidad y a la clandestinidad, lo que las coloca en la posición más propicia para ser extorsionadas o víctimas de otros abusos. Marta Lamas reprocha a las neoabolicionistas: “Una batalla legítima e indispensable contra la trata ha culminado en actitudes represoras contra las trabajadoras sexuales, incluso poniéndolas en riesgo”.
La trabajadora sexual no se vende a sí misma —como no se vende a sí mismo ningún trabajador— ni renuncia a su dignidad, sino vende un servicio, para el cual celebra un contrato oral con el cliente. Si a ese servicio se le reconoce la categoría de trabajo, las trabajadoras sexuales tendrán las obligaciones y los derechos de los demás trabajadores, incluyendo carga fiscal, cumplimiento de las normas cívicas, respeto de las autoridades y acceso a la seguridad social.
En México no está prohibida la prostitución, pero el lenocinio está tipificado como delito, lo que ha motivado que se persiga penalmente a padres, hijos y parejas que reciben apoyo económico de las trabajadoras sexuales, y a dueños y empleados de antros en los que ellas pueden recibir a los clientes e incluso encontrar un nido protector que les sirva para descansar, ir al baño o conversar. Todos sabemos de la cruzada puritana que en la Ciudad de México y otras muchas ciudades ha cerrado table dances con detenciones masivas de gerentes y meseros, aun sin que haya pruebas de que las mujeres que allí trabajan sean prostitutas y a pesar de que manifiesten con vehemencia que nadie las ha obligado a esa ocupación.
Marta Lamas señala como factor del trabajo sexual que “en el capitalismo, todas las personas que trabajan viven una presión económica, tanto por asegurar su subsistencia como por acceder a cierto tipo de consumo”. Es de advertirse que la prostitución también se ha practicado en los regímenes autodenominados socialistas a pesar de la persecución de quienes se dedican a ella. Yoani Sánchez observa que en Cuba, donde la Revolución proclamó que las putas eran cosa del pasado capitalista, “detenciones, condenas a prisión y deportaciones forzadas hacia su provincia de origen” fueron la respuesta oficial contra las jineteras, lo que ocasionó que el chulo cobrara importancia en la misma medida en que la calle se volvió un riesgo (El País, 12 de marzo). No todas las trabajadoras sexuales lo son por hambre. Muchas, sin ser pobres, optan por el trabajo sexual porque en éste ganan más que en otras actividades.
Ni partidos políticos ni legisladores ni grupos feministas se han ocupado de pugnar por que se logre un trato justo para las trabajadoras sexuales. En El fulgor de la noche, Marta Lamas refrenda su vocación de hereje argumentando sólidamente contra las buenas conciencias implacables e impecables. No lo dice, pero muestra que las posturas biempensantes en un tema tan complejo como el del comercio sexual suelen ser en realidad una fe impostada.