Desde luego, las comisiones públicas de derechos humanos deben ser estrictas al analizar la actuación de los policías y señalar, cuando los haya, los abusos en que incurran, solicitando que se inicien los procedimientos administrativos y/o penales correspondientes
¿Pero qué sucede cuando son los policías las víctimas de agresiones que ponen en peligro su vida o los privan de ella o lesionan gravemente su integridad física o síquica o su salud?
Podría responderse que no corresponde a las comisiones examinar las conductas de los particulares, pues su competencia se constriñe a conocer sólo de los actos de los servidores públicos. Sin embargo…
Si un particular comete un delito contra un policía o varios policías, es deber del Ministerio Público iniciar el procedimiento correspondiente, recabar las pruebas aptas para demostrar la responsabilidad del agresor y, en su caso, ejercer la acción penal en su contra.
Si no lo hace, estará violando con su omisión los derechos humanos del policía o los policías agredidos, pues éstos tienen derecho, como cualquier persona, a que se persigan con la mayor eficacia y la mayor diligencia posibles los delitos de que fueren víctimas.
Un servidor público puede violar derechos humanos no únicamente mediante acciones, sino también mediante omisiones cuando éstas suponen el incumplimiento de su deber. El Ministerio Público que omite perseguir los delitos de que tiene noticia viola los derechos humanos de las víctimas de esos delitos.
En tales casos, no es función del ombudsman, por supuesto, amonestar al particular que cometió la conducta delictuosa, pero sí lo es señalar que la inacción del organismo encargado de perseguir los delitos es violatoria de los derechos humanos del ofendido por tal conducta. El defensor de los derechos humanos, entonces, debe exigir al titular del Ministerio Público, el procurador de justicia, que tome las medidas adecuadas para que cese la omisión y, en consecuencia, se inicie y se tramite el debido procedimiento penal.
Nos enteramos por los medios, y a veces por testimonios de conocidos si no es que por la propia experiencia, que los policías mexicanos suelen cometer atropellos, los cuales en ningún caso deben pasarse por alto. Pero también tenemos noticia de que, en ocasiones no infrecuentes, los policías son objeto de ataques, cuya saña y crueldad no pueden ser soslayadas o subestimadas.
Agentes policiacos a los que se toma como rehenes en aras de una exigencia, a los que se prende fuego arrojándoles una bomba incendiaria, a los que se embiste con varillas o con bloques de cemento, a los que se mutila a machetazos o a los que se asesina, son víctimas de delitos que en un Estado de derecho no deben quedar impunes.
Esos delitos generalmente son perpetrados durante protestas sociales, pero eso no los justifica en modo alguno. La protesta social es respetable y debe ser rigurosamente respetada y protegida, tal como señala la Constitución, cuando se ejerce pacíficamente, sin incurrir en violencia. Si degenera en actos violentos ya no está amparada por nuestra ley fundamental.
También se violan los derechos humanos de los policías cuando se les envía a operativos en los que se les coloca en estado de extrema vulnerabilidad, incluso a veces es estado de indefensión. En tal caso, los responsables de esa violación son los superiores jerárquicos.
Los policías en México parecen no importar a nadie a pesar de la importantísima función que desempeñan. En ese menosprecio influyen, cómo negarlo, los desmanes de los que muchas veces son protagonistas la complicidad de algunos de ellos con la delincuencia o la falta de profesionalismo de que dan muestras cotidianamente.
Pero otro motivo de ese desdén, no nos engañemos, es el clasismo: a diferencia de lo que sucede en otros países, nuestros policías provienen de las clases más desfavorecidas y se les ve, por esa razón, por encima del hombro.
Con los salarios, prestaciones, condiciones de trabajo y nivel de capacitación de nuestros policías, es inviable que contemos con corporaciones policiacas de alta calidad profesional. Eso no ha importado ni a los gobiernos ni a la ciudadanía, como tampoco les han importado los agravios a que continuamente se ven sometidos.