El pasado 24 y 25 de noviembre del presente año, tuvo verificativo la edición 2020 del Ciclo de Conferencias “Los Derechos Humanos Hoy”, resultado de un esfuerzo institucional de la Universidad Nacional Autónoma de México a través del Programa Universitario de Derechos Humanos, el cual se llevó a cabo, por primera vez, de manera virtual y tuvo como eje fundamental de análisis “Los Derechos Humanos, el Covid-19 y la Nueva Normalidad”.
En dicho evento se abordaron temáticas relacionadas con las medidas que se han establecido para hacer frente a la pandemia, en particular cómo el confinamiento y las restricciones al desarrollo de ciertas actividades, han alterado sustancialmente la convivencia cotidiana y modificando costumbres y hábitos, así como enfatizar la importancia de la vigencia, ejercicio y defensa de los derechos humanos.
Vivimos en un nuevo entorno, al que se han trasladado nuestras actividades, pero también los problemas, retos y desafíos que veníamos padeciendo y enfrentando desde antes, como sociedad y como país, tales como la pobreza, la desigualdad, la violencia, la inseguridad, la exclusión, la impunidad, la debilidad de nuestro Estado de derecho y de algunas instituciones.
La convivencia con esta enfermedad y las múltiples consecuencias y afectaciones derivadas de la misma, son cuestiones que forman parte de nuestro presente y van a condicionar parte de nuestro futuro. La información objetiva con que se cuenta hace suponer que no será algo que se supere en el corto plazo o que podamos recuperar la normalidad que conocimos antes de la pandemia. De la capacidad que tengan, tanto autoridades como sociedad, para entender esta situación, así como para asimilar y aprovechar las lecciones que hasta ahora nos ha dado, dependerá el que las personas accedan a niveles más altos de bienestar y calidad de vida, haciendo efectivos sus derechos humanos, mismos que se han visto de más de un modo condicionados o restringidos, directa o indirectamente, por la pandemia.
El COVID-19 ha constituido un duro recordatorio de la fragilidad de la existencia misma, de la vulnerabilidad de la condición humana, así como de lo superfluo de los prejuicios, estereotipos y creencias estigmatizantes. La enfermedad ha hecho patente que todas las personas compartimos una misma condición y naturaleza que no considera factores económicos, ideológicos, étnicos, educativos o de cualquier otra índole. Todas y todos son iguales, y es necesario entender y reconocer tal situación, dejando de lado diferencias y distinciones que no son más que construcciones que las personas y las sociedades han hecho a través del tiempo, no obstante ser contrarias a la dignidad humana. Más allá de la igualdad formal o sustantiva a la que se alude frecuentemente, la pandemia ha resaltado la igualdad natural, que es el sustento último y origen de toda noción de derechos humanos. La dignidad es la que nos identifica e iguala en nuestra condición de personas. La pandemia nos iguala en nuestra existencia como seres vivos, ya que la enfermedad, o inclusive la muerte, puede alcanzar a cualquier persona en cualquier momento.
Frente a discursos que polarizan y que se basan en sesgos ideológicos que buscan dividir y debilitar a la sociedad, la realidad demuestra la futilidad de las ideologías e intereses individuales, así como la enorme conveniencia y necesidad de que la cohesión social crezca y se consolide en una ciudadanía que exija sus derechos, cumpla con sus obligaciones y busque en la participación coordinada y propositiva la solución de los problemas que afectan al país, estableciendo la ruta que deben seguir las autoridades y no estar sujetas a los designios o deseos de las mismas. México requiere unión, no división. La ruta de salida frente a esta pandemia requiere de la solidaridad, responsabilidad y capacidad de las mexicanas y mexicanos, para actuar buscando el bien común, que en estos momentos implica salud, prosperidad, trabajo y justicia.
Las autoridades deben estar verdaderamente al servicio de la sociedad y caminar de su mano, con cercanía, empatía, inclusión y apertura. Los consensos, pero también los disensos, son la vértebra de los gobiernos democráticos, donde la tolerancia es un valor para alcanzar la unidad en la diversidad. Frente al gran número de personas contagiadas por el COVID-19 y los miles de fallecimientos, es preciso que todas y todos nos identifiquemos y solidaricemos con las víctimas, a las cuales no podemos ver como datos o indicadores dentro de una gráfica o de un informe.
México está de luto. Cuando menos poco más de 100 mil familias mexicanas han perdido a un miembro en estos últimos meses y cientos de miles más han atravesado la angustia, incertidumbre y miedo de tener a alguien que ha contraído la enfermedad. Durante el desarrollo de la pandemia, así como en la etapa posterior a la misma, será prioritario tomar en consideración a las víctimas, a sus familias, dar atención efectiva a sus requerimientos y entender el duelo de los sobrevivientes. Lo anterior, al margen de ideologías, filiaciones políticas o intereses de cualquier tipo. No hay números o parámetros aceptables de vidas humanas perdidas o respecto del dolor y sufrimiento de las personas. No puede verse, en modo alguno, utilidad, ventaja o conveniencia en una tragedia que está llevando enfermedad, dolor y muerte a miles de hogares en México. El luto y las pérdidas sufridas por las personas marcarán el futuro de las dinámicas sociales de más de un modo.
La pandemia transformó la realidad y las condiciones de vida de las personas, haciendo más evidentes algunas condiciones de marginalidad, exclusión y desigualdad. Baste ver como creció la pobreza de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía, instancia que recientemente ha señalado que, en el tercer trimestre del año 2020, 44 de cada 100 personas se encontraban en pobreza laboral en nuestro país, existiendo 32 millones de personas a las que no les alcanza el salario que perciben para cubrir sus necesidades básicas.
Según cifras de la Organización Internacional del Trabajo, en México 44% del empleo total, cerca de 24 millones de trabajadores, podrían experimentar una disminución en horas de trabajo o salarios, siendo probable que la tasa de desempleo en este año sea del 11.7%, lo cual equivaldría a cerca de 6 millones de personas. En 2020 se habrán perdido más empleos que todos los que fueron creados en 2019.
Las diferencias entre zonas rurales y urbanas se han visto reflejadas en la calidad y pertinencia de la atención médica disponible, así como en los servicios e infraestructura existentes en cada zona, lo cual también ha incidido en la posibilidad efectiva que han tenido las personas para hacer uso de las nuevas tecnologías y de los entornos digitales para el desarrollo de sus actividades cotidianas. A guisa de ejemplo, la virtualidad que necesariamente se ha impuesto en el ámbito educativo, se ve condicionada en cuanto a su efectividad y alcance por la falta de acceso a internet, así como de los insumos tecnológicos necesarios para tal efecto, en las zonas más pobres y marginadas de México. Lo anterior, con independencia del obstáculo adicional que por sí mismo implica la falta de educación digital y del desarrollo de una verdadera cultura en ese ámbito en nuestro país.
Según datos del Instituto Federal de Telecomunicaciones, en 2019 México contaba con cerca de 80.6 millones de usuarios de internet y 86.5 millones de usuarios de teléfonos celulares, datos que, si bien podrían parecer alentadores, no lo son tanto cuando se traducen en que sólo el 76.65% de la población urbana sea usuaria de internet y que ese porcentaje baja al 47.7% en la población rural. En 20.1 millones de hogares hay internet, lo cual representa una cifra cercana al 56.4% del total de los hogares del país, mientras que sólo el 44.3% de los mismos cuenta con una computadora. No todos los hogares ni las personas de México cuentan con acceso a internet, ni poseen o tienen acceso a la tecnología necesaria para desarrollarse en un entorno digital, o cuentan con los conocimientos necesarios para tal efecto. Esta situación genera exclusión y discriminación, haciendo más difícil el ejercicio y exigibilidad de los derechos. Personas mayores, personas con discapacidad, así como las personas en condición de pobreza o de vulnerabilidad, son quienes enfrentan los mayores obstáculos para incorporarse y poder actuar en el entorno digital dominante de la nueva normalidad.
Antes del COVID-19, la actividad en internet se centraba en entretenimiento, obtención de información y comunicación. Ahora se ha adicionado el acceso a la educación, la obtención y prestación de servicios, así como el trabajo y desarrollo de actividades profesionales. Asimismo, la relevancia de contar con información veraz, oportuna y pertinente se ha redimensionado. Si bien en este momento difícilmente se podría encontrar a alguien que todavía dudara sobre la existencia de la enfermedad y las medidas de prevención y cuidado -que son de conocimiento público y están generalmente aceptadas-, difícilmente se podría dudar que la divulgación de “fake news” en nuestro país, principalmente en las primeras etapas de la pandemia, pudo costar vidas que, en otro contexto no se hubieran perdido. Desafortunadamente hubo gente que llegó a asegurar que el COVID-19 era un invento para desprestigiar a las autoridades o abusar de las personas, quien desdeñó el que se adoptaran medidas preventivas y cuestionó la utilidad de evitar el contacto entre grupos grandes de personas.
Quedó en claro que la información, la cual es en sí misma un derecho, incidió en el goce y ejercicio de otros derechos humanos, como el relativo a la protección de la salud. Una de las lecciones que esta pandemia nos ha dejado es la necesidad de que las persona tengan acceso a información objetiva, verificable y oportuna sobre la situación real que enfrenta el país ante un problema, así como la pertinencia y oportunidad de la actuación de las autoridades. Parte importante de los problemas que se vivieron y se viven en este aspecto, está relacionada con la falta de información confiable y actualizada sobre el estado de la pandemia, así como sobre la seriedad y frecuencia de los incidentes que se presenten en las instituciones de salud, al igual que sobre la investigación y esclarecimiento que se haga de los mismos, así como sobre los modelos epidemiológicos implementados y su eficacia. En la medida en que la información es más accesible y clara, así como veraz y oportuna, disminuye la incertidumbre de la población y se toman decisiones más sustentadas.
No es sólo que las autoridades cuenten con la información sobre lo que pasa en el país. El punto es que esa información esté a disposición y sea accesible para las personas, y en ese sentido se tienen que revisar y replantear sus mecanismos y procesos de información y transparencia. La tranquilidad y certidumbre entre los habitantes se genera cuando es claro que las autoridades están trabajando para protegerlos, que este trabajo responsable no se reduce a una etapa meramente de carácter reactivo, sino que también incluye y enfatiza la importancia de la prevención. Esto último pasa por promover que las personas conozcan y tengan conciencia sobre el riesgo real que implica una enfermedad como el COVID-19 y sepan, con toda claridad y con sustento en evidencia científica objetiva, como deben de actuar al respecto.
Contar con información fidedigna no sólo es importante como un ejercicio de memoria y verdad. La información es indispensable para determinar las acciones futuras en el ámbito sanitario. Todavía no podemos superar el primer embate de esta enfermedad y es previsible que haya nuevas oleadas que nos afecten en el futuro, por lo que estos datos nos permitirían determinar políticas y acciones más pertinentes, que deben pasar por fortalecer los sistemas de salud, apoyar y promover la investigación médica, establecer esquemas de prevención, detección, atención temprana, así como buscar que las poblaciones con mayores condiciones de vulnerabilidad frente a la enfermedad (hipertensión, diabetes, obesidad, etc.) reduzcan esos riesgos o reciban mejores cuidados, acudiendo a la ciencia como fuente de las políticas públicas. La falta de información veraz afecta la toma de decisiones e incide negativamente en la posibilidad de proteger la salud de las personas.
El cuidado de la salud ha sido la prioridad necesaria en este periodo de confinamiento, pero los demás problemas que desde hace varios años enfrenta nuestro país subsisten y, de alguna forma, se adaptan a las condiciones generadas por la pandemia, pudiendo agudizarse o atemperarse según las políticas públicas que se asuman para hacerles frente.
La restricción de actividades ha propiciado un reencuentro con nosotros mismos que no en pocos casos ha evidenciado lo mejor, pero también lo peor de lo que somos. Mientras por una parte se ha dado un inusual auge de los cursos y programas de capacitación en línea, lo cual es consecuencia del deseo de muchas personas por aprender y desarrollar nuevas capacidades en este periodo, por otro lado, el recrudecimiento de la violencia doméstica, en todas sus modalidades, así como el aumento en los casos de depresión, ansiedad, o inclusive en el número de suicidios, son indicadores de la complejidad de la conducta humana y lo difícil que es lograr que los derechos humanos se respeten y sean vigentes en las condiciones actuales, pues es difícil que el Estado y sus autoridades puedan atender todos los problemas y necesidades de las personas.
De manera cotidiana, los miembros de nuestros pueblos originarios, las personas con discapacidad, aquellas que están en condición de calle, así como las desplazadas y migrantes, entre otras, ven acrecentada su condición de vulnerabilidad ya que, además de contar con menores recursos y capacidades para prevenir contagios y acceder oportunamente a la atención médica en caso de requerirlo, son quienes sufren de manera más inmediata y directa los efectos económicos de la pandemia. Es complejo que a quien no tiene un lugar donde vivir se le pida permanecer en casa, siendo igualmente complejo que pueda generar los recursos necesarios para vivir si las medidas de confinamiento imposibilitan el que accedan a sus medios habituales de subsistencia. Una política pública que debiera impulsarse es la complementariedad de los programas sociales con el ingreso vital temporal ante la contingencia.
Es imposible que quien carece de recursos pueda cumplir con restricciones o indicaciones sanitarias cuando no puede atender necesidades inmediatas y básicas como la comida de cada día, y se convierta en retórica lo previsto por la Constitución sobre el derecho a una alimentación suficiente, nutritiva y de calidad.
Todo recurso que se utilice en la prevención, más que un gasto será una inversión, ya que en la medida en que se logre una incidencia efectiva en mejorar la salud de las personas, no solo se les procura un mejor nivel de vida, sino que el Estado evitará los gastos que implica el dar atención a quienes entran en una etapa crítica, sin soslayar que la prevención deberá comprender esquemas amplios de vacunación gratuita, cuando tal insumo esté disponible, para combatir el COVID-19, y prevenir otras enfermedades respiratorias graves, pero desde luego contando con el abasto oportuno, suficiente y con condiciones adecuadas de accesibilidad. Los retos para los sistemas públicos de salud son diversos y la inversión que se deberá llevar a cabo será muy elevada.
Las Universidades Públicas están llamadas a desempeñar un papel preponderante en la realización de investigación de vanguardia y la aportación de los conocimientos científicos, así como contribuir a la educación de las personas y toma de conciencia sobre la importancia de conocer sus derechos y hacerlos vigentes. La Universidad pública, como la Universidad Nacional Autónoma de México, ha asumido y seguirá apoyando los esfuerzos que se lleven a cabo en beneficio de México y de su sociedad, de todas y todos sus habitantes.
Los Editores