Despedida

Ha sido un honor para mí ser columnista, desde su fundación, de La Razón, compañero de editorialistas lúcidos y honestos con los que hice equipo bajo la dirección de ese gran periodista que es Pablo Hiriart.
La Razón se ha distinguido por su periodismo serio, responsable, sin ataduras partidarias o ideológicas, por su compromiso con la verdad y no con los dogmas doctrinarios, por sus análisis desprejuiciados, sostenidos en argumentos, y por un sentido del humor —¡Gil Gamés!— que, por decirlo con palabras del pensador germano Odo Marquard, “toma tan en serio la seriedad que considera necesario hacerla más soportable”.
Una de las cosas que más apreciaba de formar parte del grupo era la plena libertad de expresión de que disfrutábamos. Nunca se me pidió, ni siquiera se me insinuó, que modificara una línea de uno solo de mis textos.
Con estupefacción y tristeza recibí la noticia de que Pablo Hiriart renuncia al periódico en solidaridad con los columnistas que han decidido irse porque no pueden aceptar la petición de que dejen de criticar las posturas del diario La Jornada. Como director, Pablo no podía aceptar que se censurara a los articulistas.
Los medios de comunicación juegan una función social relevante y delicada. Los que la realizan tergiversando la verdad o sacrificando el análisis en aras de sus banderías sectarias suelen hacerlo impunemente. Son los poderes salvajes de que han hablado Luigi Ferraioli y, entre nosotros, Raúl Trejo Delarbre.
El periodismo no tiene por qué ser inmune a los cuestionamientos. Si la prensa reclama con toda legitimidad el derecho a criticar a las figuras públicas, ella misma tiene que aceptar ser objeto de crítica, ante la cual cuenta, por su propia naturaleza, a diferencia del resto de los ciudadanos, con amplias posibilidades de defensa y refutación.
Los medios de comunicación en México no rinden cuentas a sus lectores ni a nadie. Son el único poder que en la democratización mexicana no tiene contrapesos. Más aún: no existen mecanismos para que puedan ser juzgados y evaluados como lo son los demás actores públicos. Por eso es indispensable que al menos se pueda criticarlos, siempre y cuando se haga sin incurrir en calumnia.
La resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en el caso La Jornada (¡precisamente La Jornada!) contra Letras Libres —en el que ese diario demandó por daño moral a esta revista con motivo de un artículo de Jorge García Ramírez en el que se exhibía la simpatía del periódico por la organización terrorista ETA— dice que un medio de comunicación, “además de gozar de la más amplia libertad para increpar el actuar de las figuras públicas, también debe tolerar un amplio escrutinio respecto de su propia conducta, igual al que ejerce e invoca”.
No es exigible a columnistas comprometidos con los valores de la democracia, la legalidad y los derechos humanos que omitan todo cuestionamiento a un poderoso rotativo que ha congeniado con terroristas y apoya a las dictaduras de los hermanos Castro y Maduro.
Por tales razones, y con pesar profundo, yo también me despido de La Razón agradeciendo la hospitalidad que me brindó el diario y, como se decía antaño, el amable favor de los lectores.