El tigre

Si se le hace víctima de un fraude electoral en los comicios para elegir Presidente de la República, el tigre volverá a entraren acción, como lo ha hecho otras veces en nuestra historia, y hará pagar muy caro, con caudalosos ríos de sangre, el agravio.

            Él ha asegurado que no lo detendrá: por el contrario, lo está invocando desde ahora. La fiera no está dormida: vive al pendiente de todo lo que pasa, tiene hambre y sed de justicia, y está dispuesta a desgarrar y devorar a los adversarios si no se cumple el destino manifiesto de nuestra dura patria. Basta con desatarla.

            Se dice víctima de sendos fraudes en dos derrotas electorales. Uno más sería intolerable. Como sentencia la sabiduría popular: la tercera es la vencida. En un par de ocasiones contuvo al tigre ansioso por pegar el salto.

            Esta vez no lo contendrá porque, como todos saben, será su última oportunidad de hacer realidad su obsesión. Así que ya lo sabemos, y, como también dice el pueblo bueno, sobre advertencia no hay engaño.

            Seguramente no ha leído a Borges el autor de la advertencia, pero ésta me recuerda los versos inquietantes del escritor argentino:

            Al tigre de los símbolos he opuesto

            el verdadero, el de caliente sangre,

            el que diezma la tribu de los búfalos…

            ¿Qué significa un fraude electoral para Andrés Manuel López Obrador? Lo sabemos por su reacción ante las dos derrotas que sufrió como candidato a la Presidencia. Si no triunfa, el nuevo fracaso se deberá, otra vez, a que la elección fue fraudulenta.

            No le importó al clamar que había sido despojado de la victoria que en esas dos elecciones hayamos contado, como contaremos en la próxima, con el Instituto Nacional Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, que gozan de plena autonomía, ni que los procesos electorales hayan estado vigilados, como lo estará el próximo, por todos los partidos y por multitud de ciudadanos elegidos por el azar, el más imparcial de los actores. Tampoco le importó la inconsistencia de sus alegatos.

            En la visión del país de López Obrador, el pueblo bueno sólo puede votar por él porque sólo él interpreta correctamente —más bien: encarna— las aspiraciones populares, tanto tiempo reprimidas por la mafia en el poder.

            El tigre que invoca, aludiendo a una supuesta frase de Porfirio Díaz al marchar al exilio, no fue desatado entonces por sectores oprimidos, sino por caudillos militares que, una vez derrocado el antiguo régimen, se disputaron el poder durante un decenio enarbolando, eso sí, banderas a nombre de los desfavorecidos.

            Ese feroz felino se cobró cientos de miles de vidas no sólo de combatientes, sino asimismo de la población civil. Las muertes no fueron causadas únicamente por las balas de los beligerantes, sino también por hambrunas, epidemias y enfermedades e infecciones que no fue posible atender.

            El país se vio sumido en la destrucción, la catástrofe económica, el dolor de las familias por la muerte de seres queridos —cónyuges, novios, hijos, padres, hermanos—, la pérdida de viviendas y de empleos.

            El reclutamiento forzado de combatientes, las violaciones de mujeres en las ciudades, en los pueblos y en las haciendas tomadas por uno u otro bando, y las ejecuciones expeditas de los enemigos fueron prácticas cotidianas.

            No hay guerras más sañudas que las guerras civiles, los connacionales enfrentados buscando la mutua aniquilación, instigados u obligados por líderes frecuentemente movidos por la ambición desordenada o por doctrinas políticas, aunque ocasionalmente por un fin tan noble como la abolición de la esclavitud en la guerra civil estadunidense.

            Hay una diferencia abismal entre una contienda civil para abolir la esclavitud —una aberración inaceptable a la luz del proceso civilizatorio— y otra motivada en la tozuda alucinación de quien sólo ve trampa si él no es el ganador.

            Es verdad: López Obrador no está llamando a tomar las armas si pierde la elección, pero está pronunciando un conjuro inadmisible en una democracia, una democracia todo lo imperfecta que se quiera, pero en la que los ciudadanos elegimos auténticamente a nuestros gobernantes.

            Éticamente resulta indefendible plantear la disyuntiva: yo o el tigre voraz al que no volveré a amarrar.