Lo que ha tardado años o décadas en construirse se puede destruir en unos cuantos días, por absurda que sea la decisión de aniquilarlo: la reforma educativa, el nuevo aeropuerto internacional, las reglas de transparencia, las medidas para desplegar energías limpias…
El espléndido artículo de Raúl Trejo Delarbre “Un guión para narrar esta catástrofe” (La Crónica de Hoy, 13 de mayo), da cuenta de los graves retrocesos que está experimentando el país en menos de medio año de gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador.
Sí, tal como lo dice el título del artículo, estamos viviendo una catástrofe que solamente puede negarse desde el fanatismo, el sectarismo más extremo, la servidumbre ideológica o el afán de no caer de la gracia del Presidente para no perder un cargo o determinados privilegios, pues, para él, toda crítica, por bien argumentada que esté, forma parte de la conspiración conservadora contra su gobierno.
Lo que ha tardado años o décadas en construirse se puede destruir en unos cuantos días, por absurda que sea la decisión de aniquilarlo. La reforma educativa, el nuevo aeropuerto internacional, las reglas de transparencia, las medidas para desplegar energías limpias, el apego a la ley de todo acto de autoridad, las estancias infantiles, los refugios para mujeres víctimas de violencia, el abasto oportuno de medicamentos a enfermos crónicos, los recursos suficientes a institutos médicos que han sido orgullo del país, el respaldo a los discapacitados, el respeto a los derechos de los trabajadores del Estado… son sólo algunos ejemplos de todo aquello que el gobierno ha destruido, eliminado, menguado o vulnerado.
Como explica Trejo Delarbre, ya que “el presidente se considera a sí mismo vocero, intérprete, representante y protector del pueblo, construye un discurso autojustificatorio y, desde esa perspectiva, irrebatible”. Se pueden causar graves perjuicios a los gobernados invocando como justificación que se está actuando en nombre de esa entidad abstracta que es el pueblo, el pueblo sabio y bueno, como le gusta calificarlo a López Obrador.
Decenas de miles de trabajadores despedidos, mujeres y niños afectados, discapacitados o pacientes perjudicados, un país que pierde la oportunidad de contar con un aeropuerto de clase mundial y, en cambio, tiene que erogar cantidades estratosféricas por la cancelación de la obra, una población completa a la que se niega un medio ambiente limpio, cientos de miles de niños cuyos padres no pueden pagar colegios particulares condenados a una educación deficiente… todo eso en nombre del pueblo.
El concepto pueblo ha sido sacralizado, mistificado, elevado a la categoría de divinidad, cuyas decisiones son inapelables. Norberto Bobbio alerta: “… es un concepto ambiguo, que utilizan también todas las dictaduras modernas. Es una abstracción a veces falsa: no está claro a cuántos individuos de los que viven en un territorio abarca el término ‘pueblo’. Las decisiones colectivas no las toma el pueblo, sino los individuos, muchos o pocos, que lo componen”.
El imprescindible Fernando Savater advierte que el término pueblo “también lo utilizan a veces nacionalistas y colectivistas de todo pelaje para nombrar a una entidad superior y eterna que se opone a cada uno de los ciudadanos de carne y hueso, una especie de diosecillo político que siempre tiene razón por encima de ellos y contra ellos: lo importante es lo que quiera el Pueblo (es decir, lo que dicen que quiere los que hablan en su nombre), más allá de lo que efectivamente quiere cada cual”.
Nuestro Octavio Paz observa que la verdadera democracia “no consiste sólo en acatar la voluntad de la mayoría sino en el respeto a las leyes constitucionales y a los derechos de los individuos y de las minorías. Ni los reyes ni los pueblos pueden violar la ley ni oprimir a los otros”.
El terror en que degeneró la Revolución Francesa; los postulados aberrantes y el genocidio del nazismo; las copiosas ejecuciones, las deportaciones masivas, los juicios grotescos, las muertes por inanición y los crímenes contra la cultura del stalinismo y del maoísmo; la gigantesca carnicería de Pol Pot; el encarcelamiento y los fusilamientos de disidentes no violentos y las persecuciones contra homosexuales en la Cuba castrista; el sojuzgamiento de las instituciones públicas, el encarcelamiento de opositores y la cancelación de libertades en la Venezuela chavista… todo eso —y tantas otras tropelías infames— se ha hecho invocando la voluntad del pueblo, que en realidad es la voluntad de quienes en un momento determinado detentan el poder.