Escalofrío

Fui testigo en Venezuela. Acudía todos los años a impartir durante dos semanas un curso de derecho penal en la Maestría Latinoamericana en Ciencias Penales y Criminológicas, cuya sede estaba en el Instituto de Criminología de la Universidad del Zulia, en Maracaibo.

            Hice buenos amigos en la universidad y reforcé mis ya muy fuertes lazos amistosos con Lolita Aniyar, directora del Instituto y coordinadora de la maestría, quien fue la principal exponente de la criminología crítica en América Latina antes de ser senadora y gobernadora de su estado. Una mujer muy guapa, cálida, simpática y de izquierda.

            Cuando Hugo Chávez se postuló como candidato a la Presidencia, varios de mis amigos universitarios venezolanos, dejándome estupefacto, se entusiasmaron. ¿Cómo pueden simpatizar —les preguntaba— con un candidato que protagonizó una tentativa de golpe de Estado y cuyo discurso seguía las pautas del más burdo populismo?

            Me respondían que estaban hartos, como muchísimos de sus compatriotas, de los partidos y los políticos tradicionales, corruptos y falsarios. “Es que tú no sabes —me decían— la mierda que son esos partidos”. Yo les respondía que en esa materia no podían darme lecciones porque en mi país también estaban desprestigiados los partidos, sus inmensas prebendas, su actitud sectaria, sus incongruencias; pero que no era inteligente optar por algo mucho peor. No había manera de hacerlos entender. Sus votos contribuyeron a la victoria de Chávez.

            No pasó mucho tiempo para que se dieran de topes contra la pared. Unos terminaron en el exilio, otros pasaron una temporada en prisión, otros más fueron despedidos de sus empleos, a todos se les marginó. Su delito: no ser incondicionales del régimen, emitir opiniones desfavorables sobre el desempeño del gobierno y la situación de su país.

            Pero no sólo sufrieron los analistas críticos, sino toda la población. Se dispararon la inflación y la delincuencia, se redujo terriblemente el poder adquisitivo de los ingresos, escasearon los alimentos, las medicinas y los insumos médicos, se formaron los colectivos chavistas encargados de apalear o incluso balear a quienes se manifestaran contra el régimen, se hacía escarnio de la oposición.

            Lolita Aniyar me dijo que ya no soportaba más y me pidió que le ayudara a conseguir una plaza académica en México. Busqué por todas partes y al fin Rafael Estrada, entonces director del Instituto Nacional de Ciencias Penales, nos tendió la mano generosamente: me ofreció que allí se acogería a Lolita con gusto. Ella no podía dejar Maracaibo de inmediato porque su esposo, el poeta José Antonio Castro, padecía cáncer terminal y se le pronosticaba poco tiempo de vida: era su deber estar con él hasta el final. Rafael le guardaría la plaza el tiempo que fuera necesario.

            El día que el chavismo fue derrotado por la oposición, que consiguió una holgada mayoría en la Asamblea Nacional —el Parlamento—, Lolita, como millones de venezolanos, festejó jubilosamente la victoria. En la noche se fue a la cama feliz. Se quedó dormida con una sonrisa que iluminaba su rostro. Ya no despertó. Me dolió la noticia, pero me consoló la imagen de Lolita sonriente, esperando, mientras conciliaba el sueño, el amanecer para su patria.

            Pero Maduro no podía consentir un Parlamento dominado por la oposición. Muy pronto el régimen despojó a la Asamblea Nacional de sus funciones legislativas. Era lo que le faltaba para convertirse en una dictadura. Antes de ese autogolpe de Estado, los colectivos chavistas cercaron varias veces la sede parlamentaria, en cada una de las cuales diversos diputados fueron golpeados. En las calles la policía y la turba progobiernista asesinaban a decenas de manifestantes. En las cárceles había —hay aún— centenas de opositores.

            ¿Quién podría atreverse a defender a un régimen de esa calaña? Me resulta muy triste que los hay incluso entre académicos universitarios, y lo más alarmante: secuaces de Andrés Manuel López Obrador han dicho que quieren para México un gobierno como el venezolano. El líder de Morena no sólo no ha desautorizado esas declaraciones, sino que, interrogado al respecto, ha eludido condenar a Maduro y su pandilla. Me estremezco al referirlo.