Los televidentes ven, azorados, a una ministra de la Suprema Corte de Justicia, en la discusión del Pleno, decir que cómo van a liberar a un homicida por un tecnicismo de leguleyos. Cómo lo van a absolver ––reclama–– por el solo hecho de que un abogado defensor no haya estado asistiéndolo en todas las diligencias. ¿Es que ––reprocha–– las víctimas no cuentan?
Muchos, muchísimos de quienes ven el noticiero se quedan entonces con la indignada creencia de que basta una mínima falla en el procedimiento ––un prietito en el arroz–– para que sanguinarios criminales sean liberados por nuestro máximo tribunal a pesar de que esté plenamente demostrada su culpabilidad.
Es verdad que al final de la discusión el propio presidente de la Corte aclara que el amparo concedido en apretada votación ––seis contra cinco–– no implica que el quejoso (el presunto homicida) vaya a ser absuelto y liberado, sino que su efecto es que se dicte una nueva sentencia en la que no se tomen en cuenta las diligencias en las que se haya violado el derecho a la adecuada defensa, pero si las demás pruebas son suficientes para acreditar la responsabilidad del acusado, éste no sería absuelto. (Se trata de un caso muy distinto al de Florence Cassez, absuelta y liberada porque la totalidad del material probatorio resultaba no fiable).
Pero los televidentes ya no escuchan con atención. Se han quedado atónitos e irritados con las palabras de la ministra y las comentan con sus acompañantes asegurando que resulta increíble que la justicia proteja delincuentes por formalismos legalistas. Los conductores de los noticiarios no ayudan mucho a la correcta comprensión de los alcances del amparo, pues anuncian la noticia diciendo que “la Suprema Corte ampara a más delincuentes”.
La resolución de la Corte fue correcta: las pruebas obtenidas ilícitamente no pueden tener valor, lo que no significa que se vaya a absolver a todos aquellos acusados en cuyos procesos hubo vicios si existen otra pruebas no viciadas que demuestren su culpabilidad. Pero esto no ha quedado claro para el público, que ha escuchado a toda una señora ministra echar en cara a sus compañeros que absolverían a un delincuente sin importarles las víctimas. Tal vez la ministra sobreactuó su parlamento, pues ninguno de sus colegas ministros propuso absolver al acusado. Pero sus palabras quedaron grabadas en la mente, en el corazón y en el estómago de quienes vieron ese fragmento del debate.
Las resoluciones de los jueces, los magistrados y los ministros no tienen que ser necesariamente populares sino, invariablemente, estar sólidamente argumentadas y apegadas a la ley. Pero una cosa es que los juzgadores no busquen el aplauso del respetable público y otra muy distinta que los abucheos obedezcan a una comprensión equívoca de sus fallos.
No es conveniente que la opinión pública se forme una falsa idea de que el poder judicial se pone al lado de los delincuentes ignorando los derechos y el dolor de las víctimas. Creo que a la Suprema Corte de Justicia ––y en general al poder judicial–– no le haría nada mal una más eficaz estrategia de comunicación social que evite malentendidos en una sociedad que muchas veces, en lugar de esclarecimiento de los hechos y justicia con base en pruebas impecables, exige guillotina contra todo acusado. Ω