De todos los juzgadores ––jueces y magistrados––, los que cumplen la función más delicada en la administración de justicia son, sin duda, los que se ocupan de la materia penal.
Absolver a un acusado cuando existen pruebas suficientes para condenarlo es muy grave, pero condenarlo cuando no hay pruebas, o éstas son inidóneas para una condena, es más grave aún: es monstruoso. La privación de la libertad es uno de los castigos más severos que se pueden infligir a una persona. Por esa razón sólo el derecho penal, ningún otro, prevé sanciones de prisión. Los delitos más dañinos ameritan que los culpables sean recluidos en centros penitenciarios a fin de que se haga justicia proporcional al delito cometido y los delincuentes queden segregados de la sociedad para que no sigan haciendo de las suyas.
La cárcel suele ser devastadora. No solamente supone la pérdida de la libertad, uno de los mayores tesoros del ser humano, por un período determinado ––bastante largo tratándose de delitos graves––, sino expone al preso –-al menos en nuestras prisiones varoniles–– a un riesgo constante de ser extorsionado, lesionado, violado o asesinado: vive en constante zozobra. Además, la gran mayoría de las cárceles mexicanas no ofrece a los internos condiciones de vida mínimamente decorosas, acordes a la dignidad que hay que respetar aun en el peor de los criminales.
Eso no es todo. Compurgada la pena de prisión, conseguida la libertad por el transcurso del tiempo, hay que lidiar con las secuelas. El trauma carcelario y la estigmatización de quienes han estado presos tardan años en desaparecer y en ocasiones no desaparecen nunca: acompañan al expresidiario como la sombra al cuerpo humano.
Por eso el juzgador en materia penal está obligado, más que ningún otro, a revisar con escrupuloso cuidado el expediente, valorar cada prueba, y constatar que el derecho a la defensa y los principios del debido proceso no hayan sido violados. Nuestro sistema judicial no ha cumplido ese cometido elemental. No son pocos los casos en que un acusado ha sido condenado al cabo de procedimientos violatorios de sus derechos y sin pruebas que lo ameriten. Si la Suprema Corte no conoce de su caso, o mientras no lo haga, nada lo salvará del llanto y crujir de dientes del hades penitenciario.
Por eso ha tenido que reformarse el Código Penal Federal. Si un acusado ha sido procesalmente desahuciado a pesar de las escandalosas aberraciones de su enjuiciamiento, podrá el Presidente de la República ––nuevamente, como en los tiempos prehispánicos, en su papel de gran Tlatoani infalible–– conceder la gracia al reo y otorgarle la libertad anulando de facto las resoluciones de los tribunales. Pero ya el condenado habrá pasado una eternidad en prisión.
Nuestra democracia y nuestro Estado de derecho requieren jueces y magistrados en materia penal capaces y escrupulosos, que sean una verdadera garantía de que serán respetados los derechos de los acusados y el principio de presunción de inocencia. Eso es una exigencia doquiera, y resulta más acuciante en un país como el nuestro, en el que los órganos de la acusación tienen un desempeño deplorable y recurren asiduamente a la vileza de fabricar culpables.