Sergio Ortíz Leroux
Los derechos del hombre como derechos políticos
Los derechos humanos, según Claude Lefort, no pueden ser reducidos a simples derechos naturales, individuales o formales, sino que se trata de derechos políticos cuya violación pone en cuestión no solamente la dignidad de las personas –lo cual, por cierto, no es poca cosa en nuestras sociedades–, sino también, y en primer lugar, la forma de la sociedad.
Sin embargo, pocos estudiosos parecen percatarse de la radicalidad y novedad que plantea el reconocimiento de la institución de los derechos humanos. Algunos de ellos, por ejemplo, han clasificado a los derechos del hombre dentro del rubro de los derechos formales, burgueses, que en última instancia disimulan un sistema de dominación que se define real y definitivamente en el nivel de las relaciones de producción y propiedad y de las relaciones de fuerza entre las clases sociales; otros, por el contrario, han instalado los derechos del hombre en el santuario de la moral privada, un santuario que cada individuo lleva en su espíritu o en su corazón; muchos más, por su parte, han hecho de los defensores de los derechos humanos en los regímenes totalitarios y autoritarios una suerte de mártires modernos y de la resistencia a la opresión un tipo de religión laica sin reparar mayormente en la dimensión política de la lucha por los derechos humanos.
Claude Lefort se niega a concebir los derechos humanos como derechos exclusivamente individuales; la naturaleza del individuo no es ajena al modo de constitución de la sociedad. Al mismo tiempo, el fundador de la mítica revista Socialismo o barbarie no acepta que estos derechos sean calificados como “formales”, ya que han posibilitado reivindicaciones concretas que han hecho evolucionar sustantivamente la condición de los hombres. El filósofo francés, asimismo, se resiste a definir la violación sistemática de los derechos humanos en los regímenes no democráticos como un exceso de fuerza o como un ejercicio defectuoso del poder por parte de la autoridad que no pone en tela de juicio la naturaleza del Estado. La violación de los derechos humanos en los regímenes totalitarios y autoritarios no es un asunto de corte cuantitativo sino cualitativo; no es un problema coyuntural que pueda resolverse con políticas compensatorias sino que es un asunto estructural; no es un tema que aluda a la apariencia sino a la esencia del régimen.
Frente a lecturas y simplificaciones de esta naturaleza, Lefort defiende el significado político de los derechos humanos o, si se quiere, su dimensión simbólica[1], con el objeto de aquilatar en su justa proporción su potencial democrático. Los derechos humanos no son un accidente, un acierto o una concesión de las sociedades democráticas, sino un estímulo sin el cual éstas no podrían reconocerse a sí mismas: “Así como hay razones para juzgar que recusar esos derechos [humanos] forma parte de la esencia del totalitarismo, también hay que guardarse de conferirles una realidad en nuestra propia sociedad. Esos derechos son uno de los principios generadores de la democracia” (Lefort, 1990: 26) (cursivas en el original).
El significado político de los derechos del hombre se hace visible, entonces, en el momento en el que se conciben las diferencias entre la sociedad democrática y la totalitaria. Para hacer visible esta distinción, Lefort propone romper con algunos prejuicios que han contaminado el debate sobre los derechos humanos. En primer lugar, el filósofo francés nos invita a tomar distancia de la interpretación que Karl Marx hizo de los derechos humanos en La cuestión judía, publicado en los Anuarios francoalemanes en 1844, el filósofo alemán nacido en Tréveris, señala que los derechos del hombre no son otros que los del hombre egoísta, del miembro de la sociedad burguesa. Vale la pena reproducir en extenso la argumentación de Marx sobre este punto con el fin de entrar en materia:
Les droits de l’homme, los derechos humanos, se distinguen en cuanto tales de los droits du citoyen, los derechos políticos. ¿Quién es ese homme distinto del citoyen? Ni más ni menos que el miembro de la sociedad burguesa. ¿Por qué se llama “hombre”, hombre a secas? ¿Por qué se llaman sus derechos derechos humanos? ¿Cómo explicar este hecho? Por la relación entre el Estado político y la sociedad burguesa, por lo que es la misma emancipación política […] Constatemos ante todo el hecho de que, a diferencia de los droits du citoyen, los llamados derechos humanos, los droits de l’homme, no son otra cosa que los derechos del miembro de la sociedad burguesa, es decir del hombre egoísta, separado del hombre y de la comunidad (Marx, 1978: 194-195) (cursivas en el original).
Para Marx, los derechos humanos son simplemente una “ilusión política” de la que hay que tomar distancia. En efecto, el filósofo alemán retiene de la revolución burguesa lo que él denomina “emancipación política”, es decir, la delimitación de una esfera de la política como esfera de lo universal, a distancia de la verdadera sociedad, que resulta de la combinación de intereses particulares y existencias individuales. Marx considera esta emancipación política como un momento necesario pero transitorio –e insuficiente– en el proceso de emancipación humana. Proceso que llega a su fin con el advenimiento de la sociedad comunista, vale decir, con la abolición de las distinciones de clase y la abolición de la distinción de lo económico, de lo jurídico, de lo político, en lo social puro. Y, dado que la burguesía concibe a la emancipación política como aquel momento de realización de la emancipación humana, Marx lo señala como el momento por excelencia de la ilusión política.
Sin embargo, la “Ilusión política” no se encuentra, según Lefort, en la esfera de los derechos humanos sino en la propia cabeza del pensador alemán. Para nuestro autor, la crítica de Marx a los derechos del hombre está mal fundamentada desde el principio. Marx queda atrapado en una versión ideológica de estos derechos que le impide examinar los cambios profundos que éstos introducen en la vida social moderna. Cada uno de los artículos de la Declaración de los Derechos del Hombre de 1791 produce, según Lefort, una mutación histórica en la que el poder queda sujeto a límites y el derecho se afirma plenamente exterior al poder. Lo anterior puede documentarse si se revisa cuidadosamente –y sin prejuicios– el contenido de diversos artículos de la Declaración de 1791, en particular, los artículos correspondientes a la libertad[2], la libertad de opinión[3] y la ley escrita[4].
Fuente:
http://www.corteidh.or.cr/tablas/r23646.pdf
(23/02/2020)
[1] Lefort no desconoce la diferencia entre la dimensión simbólica y la aplicación práctica de los derechos del hombre. Por el contrario, el filósofo francés reconoce la diferencia entre los principios y la elaboración concreta de las leyes inspiradas en aquellos: los vicios de la legislación en tal o cual terreno, las iniquidades del funcionamiento judicial, los mecanismos de manipulación de la opinión pública, etcétera. Simplemente, Lefort quiere destacar que la dimensión simbólica de los derechos humanos acabó por ser constitutiva de la sociedad política: “Si sólo se tiene en cuenta la subordinación de la práctica jurídica a la conservación de un sistema de dominación y explotación, o si se confunde lo simbólico con lo ideológico, no se podrá percibir la lesión del tejido social que resulta de la denegación del principio de los derechos del hombre en el totalitarismo” (Lefort, 1990: 26).
[2] El artículo sobre la libertad estipula lo siguiente: Artículo 6: “La libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudica a otro” (cursivas mías). Marx señala que este derecho hace del hombre una “mónada”, pues no se funda en la relación del hombre con el hombre sino en la separación del hombre con el hombre. Para Lefort (1991: 31-56), la lectura de Marx es equivocada. Éste último privilegia la función negativa: “no perjudicar”, subordinándole la función positiva: “poder hacer”, sin reparar en que toda acción humana en el espacio público liga necesariamente al sujeto con otros sujetos. Marx, según Lefort, ignora el alcance práctico de la declaración de este derecho que legitima la libertad de movimiento: el levantamiento de múltiples prohibiciones que pesaban sobre la acción del hombre antes de la revolución democrática, bajo el Antiguo Régimen.
[3] Marx se resiste, según Lefort, a analizar los dos artículos relativos a la libertad de opinión: Artículo 10: “Nadie puede ser molestado por sus opiniones, ni siquiera por las religiosas, con tal que su manifestación no perturbe el orden público establecido por la ley”, y Artículo 11: “La libre comunicación de los pensamientos y opiniones es uno de los derechos más valiosos del hombre; en consecuencia, todo ciudadano puede hablar, escribir, imprimir libremente, y sólo se responderá al abuso de esta libertad en los casos determinados por la ley”. Su crítica a estos derechos se centra en la concepción burguesa de una sociedad compuesta de individuos y en la representación de la opinión como propiedad privada del individuo pensante. Sin embargo, esta representación esquiva, según Lefort, el sentido profundo de la transformación que provocan estos derechos, que permiten al hombre salir de sí mismo y unirse con los demás mediante la palabra, la escritura y el pensamiento: “Cuando a todos les es ofrecida la libertad de dirigirse a los demás y escucharlos, se instituye un espacio simbólico, sin fronteras definidas, por encima de toda autoridad que pretendiera regirlo y decidir lo que es pensable o no, lo que es decible o no. La palabra como tal, el pensamiento como tal, se revelan independientes de todo individuo en particular, sin ser la propiedad de nadie” (Lefort, 1991: 44).
[4] La Declaración de 1791 señala: Artículo 7: “Ningún hombre puede ser acusado, arrestado o detenido mas que en los casos determinados por la ley y según las formas que ella prescriba…”; Artículo 8: “La ley sólo debe establecer penas estrictas y evidentemente necesarias; y nadie puede ser castigado excepto en virtud de una ley establecida y promulgada con anterioridad al delito y legalmente aplicada”; y Artículo 9: “Todo hombre es presuntamente inocente hasta que se lo declare culpable…”. Según Lefort , Marx ignora en estos artículos la función reconocida a la ley escrita, la importancia que ésta adquiere en su separación de la esfera del poder. Con ello, Marx desaparece la dimensión de la ley como tal.