Luis Íñigo Fernández[1]
Es una paradoja, pero no resulta por ello menos cierta. Las sociedades occidentales languidecen en nuestros días adormecidas por el poderoso narcótico de la opulencia. El desarrollo económico que fue posible gracias, entre otras cosas, a la extensión de los valores que han hecho de Occidente lo que es, puede ahora causar su destrucción. Y no porque riqueza y libertad sean incompatibles, sino porque la riqueza ha tenido como efecto colateral e indeseable minar la base de la libertad.
En efecto, Occidente, como de algún modo le sucedió a Roma en los últimos siglos del Imperio, parece haber perdido la fe en sí mismo. Sin necesidad de compartir las jeremíacas profecías de Huntington acerca de la «decadencia moral», el «suicidio cultural» y la «desunión política» de Occidente, a nadie se le escapa que nuestra civilización exhibe ya ciertos síntomas preocupantes, cuando menos similares a los que, en épocas pasadas, han jalonado la lenta marcha de los pueblos hacia la decadencia.
Una prueba evidente de la pérdida de fe en sí misma de la civilización occidental es el descrédito de la democracia y sus instituciones. Tanto en Estados Unidos como en Europa, disminuye día a día el interés de los ciudadanos en la política; la participación en las consultas electorales es baja; la afiliación a partidos y sindicatos, exigua; la dificultad para percibir diferencias entre las opciones, creciente, lo que va extendiendo la idea, una vez que se ha hecho evidente el fracaso histórico del comunismo, de que todos los líderes políticos son iguales y actúan movidos más bien por intereses personales que por el deseo de servir a la colectividad. Esta actitud, sin embargo, no es sino un pretexto tras el que una sociedad embotada por la opulencia y el materialismo oculta su escasa disposición a ejercer con responsabilidad las funciones propias de la ciudadanía consciente y responsable.
Por desgracia, no se trata de un hecho aislado. La desaparición progresiva de la ética del trabajo y el esfuerzo personal se ha extendido a todas las dimensiones de la vida. Las famosas palabras de Kennedy que aconsejaban a los jóvenes no usar su tiempo como una hamaca, sino como una herramienta, caen hoy cada vez con más frecuencia en saco roto. Por todo Occidente, el modelo de familia vigente hasta hace unas décadas entra en crisis, dejando a los hijos huérfanos en normas y de modelos. La escuela, transmutada en guardería de niños y jóvenes, confunde igualdad de oportunidades con igualdad de resultados, y trata de alcanzar ésta aun al precio de enmascarar su fracaso. Los medios de comunicación, siervos sumisos de la imparable maquinaria del consumo, siembran sin miramientos en las conciencias cada vez más indefensas valores bien distintos de los que proclama la doctrina oficial de las democracias de Occidente. Materialismo sin ambages, búsqueda del placer fácil y rápido, rechazo visceral al compromiso y culto ilimitado al dinero son las verdaderas pautas de comportamiento en que la sociedad occidental educa a sus nuevas generaciones.
Mientras esto sucede, gana terreno a cada paso la confusión entre tolerancia y relativismo. La tolerancia supone el respeto hacia valores, creencias o actitudes que no se comparten desde una postura de firme convicción acerca de la validez de las propias. El individuo o la colectividad se creen en posesión de la verdad, pero aceptan que pueda haber también verdad, o al menos una parte de ella, en las ideas de otros y las respetan por ello, aunque con ciertos límites. El relativismo, por el contrario, al negar por completo la existencia de la verdad, o al menos la posibilidad de alcanzarla, coloca en plano de igualdad todas las creencias y termina por no abrazar ninguna. Si la tolerancia es deseable, y un claro signo de madurez de una sociedad, el relativismo no lo es, porque priva a la colectividad que lo padece del poderoso elemento de coherencia que se desprende de la posesión de unos valores compartidos y porque, en mucha mayor medida, convierte en imposible la tarea de socializar a las nuevas generaciones. Y es el segundo, bajo el nombre de la primera, el que en realidad se extiende sin cesar en las sociedades occidentales.
Pero el relativismo alcanza su máximo poder disgregador cuando se une a otro indicio preocupante que hoy exhibe nuestra cultura: el complejo de culpa. Durante las últimas décadas ha llegado a convertirse en un lugar común, en especial del pensamiento «políticamente correcto», la necesidad de pedir perdón al mundo por el daño que Occidente le ha hecho. Esta actitud, en sí misma, no es mala; es más, se trata incluso de un rasgo propio de nuestra cultura, la única que ha producido una conciencia crítica lo bastante fuerte para superar, al menos de manera parcial, el etnocentrismo característico de toda civilización. Pero una cosa es denunciar cuanto de malo ha hecho —y hace— Occidente y otra bien distinta renunciar a defender cuanto tiene y hace de bueno.
Lo que de malo ha hecho Occidente lo sabemos todos. Europa utilizó su superioridad técnica y demográfica para someter al mundo a sus dictados e imponerles sus creencias y valores. Cientos de millones de seres humanos, iguales a nosotros en derechos y dignidad, padecieron mucho por ello, e innumerables culturas sufrieron pérdidas irreparables o incluso se extinguieron. Lo que de malo sigue haciendo tampoco podemos negarlo. Países enteros sufren la explotación inclemente de indignas clases políticas que actúan en connivencia con grandes empresas multinacionales y gobiernos sin escrúpulos que sacrifican a las personas en el altar de sus interés políticos y económicos. Debemos avergonzarnos de ello; estamos obligados a criticarlo. Pero si tenemos ese deber es, precisamente, porque formamos parte de una cultura que propugna como principios básicos la dignidad del ser humano y los derechos inalienables del individuo; una cultura que ha inventado la democracia y que ha logrado que una parte al menos de la humanidad haya alcanzado cotas de progreso como nunca antes se habían conocido. Estos logros constituyen las señas de identidad de Occidente y debemos estar orgullosos de ellos. Y es, asimismo, en ellos en donde debemos trazar una nítida frontera entre lo que podemos respetar en otras culturas y lo que no podemos aceptar en ningún caso de ellas, ni tolerarlo en aquellos de sus miembros que desean vivir entre nosotros. Algunos, quizá muchos, de los valores y actitudes que Occidente ha tratado de imponer, no son universales, aunque hayamos tratado de venderlos como tales a las demás culturas. Otros sí lo son. Sin ellos, la evolución de la humanidad hacia mayores cotas de bienestar y progreso, simplemente, no será posible. Por supuesto, no podemos imponerlos, pero es nuestra obligación ayudar a todos los pueblos a alcanzarlos. Quizá conocer la historia de Occidente y reflexionar sobre la manera en que ha llegado a ser como es hoy puede hacer que lo entendamos así… Ω
[1] (1966-…) Educador, historiador y escritor español.