Fernando Savater
Creo que la envidia es universal. En primer lugar tenemos que reconocer que la envidia es un sentimiento propio de las sociedades democráticas. En una sociedad de parias como la india, no existe el sentimiento de envidia entre las clases: un paria no envidia a un brahmán porque en la sociedad india la mentalidad de las clases es algo fijo, cerrado, acabado, y por lo tanto evita la sensación de envidia. La envidia solo se tiene cuando existe una sociedad con cierto principio de igualdad aunque la realidad no sea igualitaria. Esas son las sociedades en las cuales se produce la envidia.
La envidia acontece cuando corremos por la misma pista, cuando hemos creado una falsa sensación de igualdad: si yo fuera un tenor mediocre seguramente tendría envidia al escuchar a Pavarotti, pero como no soy ningún tenor, ni bueno ni malo, no tengo la obligación de cantar ópera y entonces cuando escucho a Pavarotti no siento envidia sino admiración por su talento y sus capacidades.
Por otra parte, la envidia también tiene sus virtudes. Al menos una de ellas es clara en lo referente a la fiscalización de la sociedad. Un enemigo de la democracia ateniense —que probablemente era un oligarca— hizo circular un panfleto en el cual la acusaba de ser la causa de la corrupción en la polis. Fue así como lo que empezó como un panfleto motivado por la envidia se fue convirtiendo en una instancia de supervisión para la gestión de los gobiernos democráticos atenienses. El reproche de la envidia sirvió para vigilar a los gobernantes, y esta función, hoy lo sabemos muy claro, es parte de los controles democráticos. El hecho de que alguien esté vigilando a los otros impide que se produzcan hechos indebidos. Si todos fuéramos absolutamente desprendidos, no nos importaría que algunos se lo llevaran todo, mas como no lo somos empleamos la envidia como un instrumento para vigilar a los demás y decimos: «Cuidado: aquí hemos visto que había cinco y usted ya se ha llevado catorce». Entonces, a pesar de que parezca vil, a veces la vigilancia se produce desde la envidia.
La envidia también tiene su fuente en el deseo de exclusividad, y esto se manifiesta especialmente en la envidia de las élites que se alarman porque los bienes de la cultura se están extendiendo a toda la población. El pensamiento elitista de nuestra época siente envidia de que el turismo esté al alcance de un sector cada vez mayor de la población y de que por lo tanto los viajeros que traen noticias de otras partes no sean exclusivamente de su grupo social. O de que el mercado editorial siga creciendo y que cada vez más personas tengan acceso a los libros que antes eran un lujo de su biblioteca personal. O de que los servicios públicos cubran a sectores más vastos de la sociedad y deje de ser exclusivo tener un baño en casa. Este sentimiento de envidia también es aprovechado por la publicidad: en el momento en que se anuncia un nuevo producto en el mercado —ordenadores más pequeños, más poderosos, con mayor resolución y memoria expandida, etc.— se trata de explotar su carácter exclusivo. Cuando el comprador llega a su casa se siente importantísimo porque tiene en sus manos algo que pocos pueden tener, pero, en el momento en que el aparato empieza a popularizarse pierde su encanto hasta para el entonces feliz comprador. Basta con escuchar las quejas sobre la venta de libros en los supermercados: «Se están vulgarizando», «se están popularizando», expresiones que sencillamente no quieren decir otra cosa que el aura de elitismo que cubría a los libros se está desvaneciendo.
Recuerdo una anécdota famosa de Ava Gardner contada en sus memorias. En una ocasión en Madrid pasó una noche con el torero Luis Miguel Dominguín. A las cuatro horas él se levantó rápidamente del lecho y empezó a vestirse. Lánguidamente ella le preguntó: «¿A dónde vas?», y él le respondió «¡Pues a contarlo!». Parecería que incluso las cosas más íntimas se prestan para que la envidia se las apropie y quiera provocar a los demás. Creo que es vital diferenciar cuántas cosas apreciamos solo porque las podemos contar, porque las envidian los demás, y cuántas apreciamos en sí mismas porque son buenas y las disfrutamos por lo que son. Ω
[1] Fragmento de Ética para la empresa, Edit. Penguin Random House, México, 2015, p.142-147.