La fuga imposible

No podía ocurrir. Era imposible que ocurriera. Si el mayor narcotraficante del mundo volvía a escapar de una cárcel de alta seguridad —lo que nadie más había logrado—, esa escapatoria sería imperdonable, sentenció el presidente Enrique Peña Nieto tras la recaptura de Joaquín El Chapo Guzmán.

            Dada esa imposibilidad, el gobierno mexicano descartó, con orgullo nacionalista y argumentos jurídicos, que el capo de capos fuera extraditado a Estados Unidos sin que antes se le juzgara y cumpliera sus condenas en México. Los juzgados federales de California, Texas, Illinois, Nueva York, Florida y Nuevo Hampshire tendrían que esperar un buen número de años. Al fin y al cabo, como aseguró el embajador mexicano, Eduardo Medina Mora, El Chapo estaba recluido en la prisión de El Altiplano, la más segura de México. Hasta entonces eso era cierto.

            El Departamento del Tesoro estadunidense calcula que 25% de las drogas que se consumen en su país eran introducidas por la organización de Guzmán, el cártel de Sinaloa, el cual utiliza —según la misma fuente— 280 empresas para lavar dinero: aerolíneas en Ecuador, fundaciones filantrópicas en Colombia y Uruguay, inmobiliarias en Panamá, empresas turísticas en Belice, y tiendas, gasolinerías y centros de cambio en México. La red tiene un valor de más de 3 mil millones de dólares. La revista Forbes ubicó a Guzmán entre los hombres más ricos del mundo. Su negocio no se hacía sólo en Estados Unidos, sino que se extendía a decenas de países de Europa y Asia, y en su momento de mayor auge tuvo 15 mil empleados a su servicio.

            El Chapo no podía fugarse por segunda ocasión: era imposible y sería imperdonable. Pero… a la medianoche del sábado 11 de julio nos enteramos, atónitos, de que lo imposible e imperdonable había sucedido. El narcotraficante fue visto por última vez a las 20:52 de ese día entrando al área de ducha de su celda, donde no hay cámaras de vigilancia por respeto a los derechos humanos de los presos.

            No se le volvió a ver. El enemigo público número uno se había esfumado de nuevo ahora de un reclusorio con 26 filtros de seguridad y 750 cámaras. Ni del infierno —a cuya entrada está escrito que quien llega allí debe perder toda esperanza, advirtió Dante en La Divina Comedia— ni de El Altiplano nadie había escapado jamás.

            Un túnel de mil 500 metros de longitud y a 19 de profundidad —provisto de iluminación eléctrica, ventilación, una escalera colocada en un conducto vertical de 10 metros, una motocicleta y hasta rieles para sacar escombros—, que concluía exactamente bajo la regadera del recluso, es, por una parte, una asombrosa obra de ingenieros expertos, y, por otra, simboliza el tamaño de la corrupción, la incapacidad, la negligencia y las complicidades criminales de nuestro sistema de seguridad pública y justicia penal.

            Se calcula que fue necesario extraer 2 mil 652 metros cúbicos de tierra ­—lo que sólo podía lograrse con 379 viajes en camiones de siete metros cúbicos— para hacer ese corredor. Nadie percibió nada, a pesar de que los taladros tuvieron que hacer mucho ruido al acercarse al suelo del penal y de que el personal penitenciario tiene el deber de efectuar periódicamente —para lo cual fue capacitado— estudios de radar y tomografía terrestre.

            El pasadizo no hubiera sido posible sin conocimientos de ingeniería, mucho dinero, contactos y el poder de la organización del capo. Pero todo eso no bastaba: se requerían los planos de la cárcel, los que sólo pudieron ser proporcionados por servidores públicos del sistema penitenciario federal. El fugitivo recorrió el pasillo hasta una casa en obra negra, donde no hay ninguna casa aledaña, situada a kilómetro y medio del reclusorio, desde la que se inició la galería. Nadie sospechó nada, a nadie pareció extrañarle esa construcción.

            Esta segunda fuga de El Chapo refuerza la leyenda que se ha erigido sobre su figura. Un policía le dijo a Pablo de Llano, corresponsal del diario español El País: “Ni con 10 mil toneladas de roca bajo la cárcel lo podrían encerrar. Porque El Chapo Guzmán es un fantasma”.

            Ese fantasma nos ha presentado ante el mundo como un país en el que el Estado de derecho es fantasmal.