La horda justiciera

La multitud enfurecida golpea con fuerza desmedida a una persona  —hombre o mujer, joven o madura— sin que una sola voz exija o suplique que cese la paliza. Desfalleciente, sangrante, con la piel desgarrada, la víctima se ha convertido en un guiñapo: ha sido despojada de su humanidad. Lo que le está sucediendo parece irreal. Aunque los golpes y las lesiones le ocasionan un dolor muy intenso, el terror que la invade es aún más fuerte, insoportable. Por momentos abriga la esperanza de estar inmersa en una pesadilla porque no puede ser real lo que le está pasando, pero ese dolor le indica que está despierta, que no sueña, que no va a despertar.

            La explicación más socorrida, diríamos que intuitiva, es que la gente está harta de la impunidad escandalosa que prevalece en el país, erosiona la convivencia civilizada y deslegitima a nuestro Estado de derecho. Y sí, nadie podría negar ese hartazgo ni la contrariedad que provoca que una abrumadora mayoría de los delitos más graves y perniciosos quede sin castigo. Pero en varias ocasiones ha bastado un rumor, un mensaje de WhatsApp, una apariencia sospechosa —lo que sea que eso quiera decir— para que se forme una turba cuya ferocidad no tiene límite. A veces, la policía llega a tiempo para impedir el asesinato. No siempre.

            Veo en la televisión, hasta donde es posible distinguirlos, los rostros de quienes participan en la embestida. Varios de los semblantes no son precisamente de indignación o de rabia justiciera. Algunas expresiones parecen divertidas. Hay sonrisas. Incluso hay gestos de entusiasmo. Hay gritos que incitan a los coautores a seguir adelante, a extremar los puñetazos, los puntapiés, los arañazos, los azotes contra el piso. La sangre y el sufrimiento del inmolado parecen cebar a los verdugos sobreexcitados. No creo exagerar si digo que para algunos es una fiesta.

            Se quejan de la impunidad, pero ahora tienen la oportunidad nada despreciable de cometer un crimen atroz y quedar impunes porque no será fácil, si la policía logra hacer algunas detenciones, identificar a los agresores. Se quejan de la crueldad inaudita de los criminales, pero ahora están actuando con una crueldad inhumana. Después besarán a su cónyuge y a sus hijos, disfrutarán de la cena. Varios asistirán el domingo a misa y pedirán perdón al Señor por haberse dejado llevar por la sed de justicia.

            Teóricos de la conducta humana han explicado que los humanos al ser parte de una masa pueden transformarse de manera increíble. El buen ciudadano, el buen vecino, el buen padre, el buen trabajador pierde su individualidad cuando forma parte de la muchedumbre: se funde en ella, es una gota de la tormenta devastadora. Pero para integrarse a la horda hace falta una decisión previa, una voluntad guiada por el albedrío. Nadie con respeto a los grandes valores de la civilización querrá figurar en el elenco. Nadie con respeto a la dignidad humana puede sustraerse del horror que causan esos episodios.

            Lo que distingue a un individuo decente de un criminal es justamente que el primero no ha cometido un crimen, aunque quizá alguna vez hubiera querido estrangular al vecino que le hace la vida imposible, arrojar por la ventana a su pareja, envenenar al jefe que lo humilla todos los días. Nadie, ni los santos más santos, está exento de pensamientos destructivos, de impulsos agresivos, de ocurrencias macabras. Pero lo que nos humaniza es la capacidad de contener tales pulsiones. “Me atrevo a lo que se atreve un hombre; quien se atreve a más ya no lo es”, dictaminó Shakespeare.

            Freud escribió unas palabras estremecedoras: “En realidad no hay desarraigo alguno de la maldad”. El creador del sicoanálisis sostuvo la vigencia de lo anímico primitivo, que es imperecedero, y que lo llevó a sostener que los hombres de hoy son descendientes de una “larguísima serie de generaciones de asesinos que llevaban el placer de matar, quizá como nosotros mismos, en la masa de la sangre” (De guerra y muerte). Pero la maldad que cada uno puede ejercer no es una fatalidad. Como advierte el filósofo germano Rüdiger Safranski: “El mal pertenece al drama de la libertad humana. Es el precio de la libertad” (El mal o el drama de la libertad).