La sociedad francesa se conmocionó por el asesinato de un muchacho de 18 años —que había exhibido una pancarta con la leyenda “la homofobia mata”— a manos de un grupo neonazi.
Ese crimen es indignante, pero no sorprende que unos fanáticos, inspirados por una ideología genocida y estúpida, actúen de manera tan brutalmente demencial.
Lo sorprendente es que en Francia, cuna de la primera declaración de derechos humanos, decenas de miles de ciudadanos hayan salido a las calles a protestar contra el reconocimiento del matrimonio entre personas del mismo sexo y 45% de la población se oponga a esa clase de unión. Esa oposición al connubio gay, en mayor o menor medida, se da en todo el mundo.
La primera pregunta que al respecto dicta el sentido común es: ¿en qué les perjudica, qué les importa a los demás que dos hombres o dos mujeres contraigan nupcias entre sí, lo que atañe estrictamente a la vida privada de los contrayentes y no lesiona ningún interés social? La única razón que dan los opositores es que las bodas gay afectan a la familia tradicional. El señalamiento no resiste el menor análisis. Se casen o no se casen los homosexuales, eso no incide en lo más mínimo en los derechos ni en la situación fáctica o jurídica de las parejas heterosexuales y su descendencia.
Decidir con quién vivir, y en qué condiciones, es una de las más importantes manifestaciones de la libertad humana. Al oficiar la primera boda homosexual en Francia, en el ayuntamiento de Montpellier, la alcaldesa Helene Mandroux dijo: “La ley del matrimonio para todos es una ley de fraternidad que refuerza nuestra sociedad y supone una etapa en la modernización de nuestro país”.
La cruzada en contra del matrimonio gay ha sido impulsada o respaldada por la Iglesia católica, pero nadie podrá encontrar en los evangelios una sola palabra de Cristo condenando ninguna relación amorosa. La condena a la homosexualidad proviene del Antiguo Testamento, pero allí también se condena, entre otras cosas, la embriaguez, el adulterio y el trabajo en sábado, y nadie cree hoy en los países laicos que tales prácticas deba castigarlas la ley.
El cristianismo nace con la palabra de Cristo, y Cristo no fulminó muchas de las conductas que en el Antiguo Testamento provocaron reacciones iracundas y destructivas de Yahvé. La Iglesia católica debiera guiarse por las enseñanzas de los evangelios y no por prejuicios ancestrales cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, y que se explican por valores culturales muy antiguos, generados en etapas caracterizadas por la ignorancia, el prejuicio y la superstición.
Condenar a un homosexual por su preferencia sexual es tan absurdo como condenar a cualquiera que no comparte nuestros gustos e inclinaciones, por ejemplo por preferir los westerns en vez de las películas policiacas, la poesía en lugar de las novelas, los calamares por sobre la carne de cerdo, el hipismo antes que el futbol. Mientras esa preferencia no nos impida ejercer las propias, la condena es totalmente irracional. No deja de ser inquietante tener que subrayar lo anterior en pleno siglo XXI.
La tolerancia no consiste en que aplaudamos a quienes sostienen creencias o realizan conductas que no nos gustan, sino en que convivamos pacíficamente con ellos, a condición solamente de que respeten los derechos de los demás. Ω