¿Nadie recuerda Tláhuac?

Parece que nadie se acuerda, quizá porque las víctimas fueron agentes policiacos, es decir, pertenecían a uno de los segmentos de la población más despreciados y humillados en nuestra sociedad.

            En noviembre de 2004, tres jóvenes agentes de la Policía Federal Preventiva realizaban una investigación en San Juan Ixtayopan, Tláhuac. El día 23 fueron interceptados y retenidos por cuatro individuos. Simultáneamente, se propaló el rumor de que eran robachicos, no obstante que en la delegación no se había presentado una sola denuncia de niño robado. En unos instantes, una multitud los estaba rodeando, pero los golpes se iniciaron sólo después de que se revisaron y filmaron las credenciales que acreditaban a los detenidos como agentes policiales. Entre la turba había elementos de la Secretaría de Seguridad Pública capitalina, que se limitaron a observar.

            Desde antes de las seis de la tarde se reportó a los mandos policiacos lo que estaba sucediendo. También se avisó a las televisoras, por lo que el linchamiento se transmitió, insólitamente, en tiempo real. Millones lo veíamos consternados, pero esperando el salvamento. Una llamada de auxilio se recibió a las 18:30 en la unidad sectorial de Mixquic. Los policías ya estaban amarrados. En diez minutos llegaron seis patrullas con 13 elementos. Tampoco intervinieron. Un hombre increpó por su pasividad a uno de los patrulleros, quien le respondió que eran muchos los agresores, pero ya habían pedido refuerzos.

            Nunca olvidaré la desesperación de las víctimas. Sangrantes, desdentados, desfallecientes, con partes de la piel arrancadas, los policías fueron entrevistados por los reporteros. La turbamulta les daba un respiro para que hablaran ante los micrófonos. Se les veía abrumados por la persistencia de la inaudita pesadilla. A uno de ellos lo dejaron telefonear a su corporación. Con el rostro desfigurado y la horda increpándolo, no prescindió de la cortesía: “Buenas noches, señor”, saludó antes de implorar conmiseración y el auxilio que nunca llegaría.

            “¡Jálenlos de los güevos para que aprendan los hijos de la chingada!”, clamaban voces ebrias de sangre. Los tres eran apaleados bárbaramente por la masa enardecida. Después de las nueve de la noche —más de tres horas después de que la policía fue avisada— a dos se les asesinó rociándolos de gasolina y prendiéndoles fuego. El otro ingresó al hospital en estado de gravedad extrema. ¿Cuál era su culpa? Cumplir con su deber: investigaban una denuncia ciudadana sobre narcomenudeo. Aunque, como apunté, corrió el runrún de que eran robachicos, se identificaron y justificaron su presencia ante la muchedumbre, lo que no obstó para que ésta, despojada de toda humanidad, se cebara en ellos infligiéndoles un atroz suplicio.

            Lo más indignante no fue el linchamiento, a pesar de toda su crueldad y su miseria infrahumana, sino que no se hizo nada por salvar a los agentes. Cualesquiera que hayan sido los motivos de la inacción, lo cierto es que el absoluto desprecio por la vida humana pesó más que el sentido del deber. A sólo 20 minutos se encontraba el Agrupamiento Fuerza de Tarea de la Secretaría de Seguridad Pública de la hoy Ciudad de México con 100 policías que se quedaron allí. También estaban cerca los sectores Zapotitla, Mixquic, Milpa Alta y Tecómitl, y la base de la Policía Ribereña, por lo que se contaba con más de 400 elementos que hubieran podido acudir al rescate.

            El jefe de la policía, Marcelo Ebrard, intentó una justificación que ofendió la inteligencia: no se podía llegar al rescate ¡por “la distancia y la orografía” (sic) del lugar! ¡Pero si los reporteros pudieron llegar en un santiamén! La Comisión de Derechos Humanos, de la hoy Ciudad de México, cuando tuve el honor de presidirla, había advertido acerca de la gravedad de que los numerosos linchamientos previos no se persiguieran penalmente, a lo que el jefe de gobierno respondió que había que tener cuidado con el México profundo, que con los usos y costumbres del pueblo más valía no meterse.

            Se trató de un gravísimo abuso de poder por omisión. Lo recuerdo con inquietud porque el entonces jefe de gobierno, Andrés Manuel López Obrador, encabeza hoy las encuestas sobre la elección presidencial*.

* Este texto se escribió antes de que se conocieran los resultados de la elección presidencial.