El populismo tiene su caldo de cultivo idóneo ahí donde numerosos ciudadanos están descontentos e irritados por un conjunto de factores: pobreza, inseguridad, desempleo, horizontes poco promisorios para la juventud, exclusión social, corrupción, impunidad y desprestigio de los partidos políticos, entre otros
En la oposición, los populistas —o el caudillo populista— ofrecen, para obtener votos y gobernar, que resolverán todos esos problemas, sin tomarse la molestia de explicar exactamente qué medidas tomarán para atacarlos, como si tuvieran una varita mágica, no obstante que cada una de esas contrariedades es de una complejidad considerable.
Los populistas tendrán mayores oportunidades de persuadir a la población en sociedades en las que amplias capas de la población se dejan llevar no por la razón, sino por el resentimiento, la ignorancia, el prejuicio y los discursos en los que se dice en un tono apocalíptico lo que quieren escuchar.
Los populistas aprovechan la irritación ciudadana para partir discursivamente la sociedad en dos: nosotros y los otros; el pueblo bueno, al que ellos representan, y el antipueblo, la mafia en el poder, los malos a los que es preciso señalar y anatemizar con el más burdo maniqueísmo para que se sepa a ciencia cierta quiénes son los enemigos a vencer.
Los populistas no identifican al conjunto de la población como el pueblo, sino que éste está constituido exclusivamente por quienes los respaldan. Todos aquellos que no son sus adeptos son los enemigos del pueblo, por lo que, en nombre de éste, hay que ridiculizarlos e injuriarlos y, más tarde, ya con el poder, acosarlos y perseguirlos.
Todos los que no son sus incondicionales —políticos, periodistas, académicos, jueces, profesionistas, trabajadores, etcétera— están vendidos a la mafia en el poder. Incluso el máximo tribunal de un país es hostilizado para doblegarlo o deslegitimarlo y, una vez en el poder, instaurar una suprema corte dócil a los dictados de los nuevos gobernantes.
En el gobierno, los populistas se apropian de las instituciones estatales, a las que utilizan para mantener y acrecentar su poder, siempre con el discurso de que están poniendo todas esas instituciones, que antes servían a los malos, al servicio del pueblo, lo que significa en realidad al propio servicio de los gobernantes populistas.
Eliminan los obstáculos legales que se puedan interponer a su afán autoritario: reforman la Constitución y las leyes secundarias, quitan atribuciones a los órganos que en sus orígenes funcionaron con autonomía, reprimen la disidencia, usan las cárceles para encerrar a los opositores mediante farsas de juicio. A la prensa independiente la consideran parte de los enemigos del pueblo, ya que sólo los populistas defienden los intereses populares.
Una vez que ellos, los buenos, estén en el gobierno —aseguran los populistas—, bastará su buena voluntad, su decisión firme de combatir a los malos, para que la sociedad se transforme virtuosamente y se instaure el reino de la justicia, aplazado durante decenios o siglos porque los verdaderos adalides de las masas populares no gobernaban.
Sin instituciones autónomas, sin un poder judicial y un ombudsman que detengan sus atropellos, con una prensa acosada, los populistas utilizan los recursos públicos para sumar voluntades a su delirio: pagan la adhesión de sus incondicionales y cobran caro su postura a los disidentes, a los que se atribuye la responsabilidad por todas las desgracias del país.
El populismo chavista-madurista ha multiplicado la tasa de pobres, la mortalidad infantil y la materna, y la criminalidad; ha ocasionado la ruina económica; ha causado el desabasto de productos básicos como alimentos, medicinas e insumos médicos; ha llenado las cárceles de opositores sin que éstos hayan delinquido; ha originado el éxodo de millones de personas y ha aniquilado la vida democrática.
En el Foro de Política Latinoamericana, organizado en 2017 por la Universidad de Chicago, Ernesto Zedillo advirtió que es necesario que la gente sepa lo que sucede cuando se hace caso a los seductores cantos de los demagogos. Lo malo es que “la gente” parece no aprender.