Nuestro país ha sido ubicado en el sitio número 88 de 113 países evaluados en el Índice 2016 del World Justice Project. El estudio analiza las opiniones sobre el Estado de derecho obtenidas en 110 mil encuestas aplicadas en hogares y en otras dos mil 700 realizadas a expertos en el tema. La evaluación toma en cuenta las limitaciones a los poderes del gobierno, la lucha contra la corrupción, la transparencia gubernamental, los derechos humanos, el orden y la seguridad, las imposiciones regulatorias, la justicia civil y la justicia penal.
El país peor calificado es Venezuela, en el que, como es sabido, la camarilla en el poder ha cancelado los últimos espacios de vida democrática: el poder judicial está totalmente sometido a los designios del presidente Nicolás Maduro, se ha encarcelado a decenas de opositores con farsas de juicio, se hostiga a la prensa crítica y se han desconocido las facultades de la Asamblea Nacional cuyos integrantes fueron elegidos por una amplia mayoría de ciudadanos. Venezuela sufre una de las más altas tasas de homicidios dolosos del mundo y una grave escasez de productos de primera necesidad tales como alimentos y medicinas. La difteria, erradicada hace 24 años del país, ha resurgido y ha cobrado ya decenas de vidas sin que se cuente con vacunas suficientes.
Los países con mejores notas son, como en el Índice 2015, Dinamarca, Noruega, Finlandia, Suecia, Países Bajos, Alemania, Austria, Nueva Zelanda, Singapur y Reino Unido. En América Latina, los mejor evaluados son Uruguay (lugar 20), Costa Rica (25) y Chile (26).
En la región de Latinoamérica y el Caribe, México se sitúa por arriba solamente de Ecuador, Guatemala, Nicaragua, Honduras, Bolivia y Venezuela. No somos el peor, pero sí de los peores. Nuestro país obtuvo buena puntuación (lugar 34) únicamente en transparencia gubernamental. La peor calificación es en justicia penal: quedamos en el lugar 108, solamente mejor ubicados que otros cinco países.
Así pues, los mexicanos, legos y versados, descalifican la calidad de nuestro Estado de derecho y nuestra democracia. No podría ser de otra manera a la vista de las condiciones desastrosas de nuestras instituciones de procuración de justicia y seguridad pública, el vacío de autoridad en amplias zonas del territorio nacional, la eternidad que suelen durar los juicios civiles, los requisitos exasperantes de los trámites administrativos y el repunte de las violaciones a los derechos humanos.
De todas las deficiencias e insuficiencias, creo que la que más lastima a los mexicanos es el altísimo nivel de impunidad en que quedan los delitos más graves. Enfatizo: los delitos más graves. A nadie le importa demasiado que no se castigue al raterillo que en el Metro o en la calle nos saca la cartera sin infligirnos daño físico. En un caso así lo que nos importa es la reposición de credenciales y licencia de manejo así como la desactivación de la tarjeta de crédito.
Lo verdaderamente inaceptable es que en una elevada proporción de homicidios, lesiones gravísimas, desapariciones, violaciones o secuestros, por citar unos cuantos ejemplos, el Ministerio Público no consiga consignar ante un juez a los presuntos responsables. Al sufrimiento que producen esos delitos se agrega la profunda herida anímica de que los culpables no sean castigados. En las mitologías, en los libros sagrados y en el corazón humano prevalece la convicción de que los grandes crímenes han de tener como consecuencia la pena proporcional a su magnitud.
Lo que más ha erosionado nuestro Estado de derecho es la impunidad, que alienta a los potenciales delincuentes a llevar a cabo sus propósitos delictivos y genera en la población la sensación de indefensión absoluta: no es sólo que la criminalidad arruine o destruya vidas, sino que la falta de investigaciones rigurosas parece indicar que, independientemente de leyes e instituciones para atenderlas, las víctimas en realidad no importan al aparato estatal.
¿Nos hemos resignado a eso como a la inexorabilidad de los temblores en zonas de alto riesgo sísmico? No. “Lo que se llama resignación —dictaminó el poeta y filósofo estadunidense Henry David Thoreau— es la desesperación confirmada”.