Por Luis de la Barreda Solórzano
11 de marzo de 2021
- El coronavirus ha dejado daños
permanentes y severos en muchas de sus presas. Les ha afectado los pulmones,
los riñones, el estómago, el corazón, la vista, los genitales o el sueño. No
sólo: también ha vulnerado la confianza y el optimismo de las víctimas al
mostrarles con toda crudeza su extrema fragilidad, la delgadez del hilo del que
pende la vida.
Hoy se cumple
exactamente un año de que la Organización Mundial de la Salud calificó el brote
de covid-19, por la cantidad de contagios y de países involucrados, como
pandemia.
Desde la Segunda
Guerra Mundial (1939-1945), la humanidad en su conjunto no enfrentaba un
problema tan grave. La cifra de muertos es escalofriante: más de dos millones
seiscientas mil vidas ha segado el nuevo coronavirus, según las estadísticas
oficiales. Pero el número es mayor: no hay país que no tenga subregistro, pues
no todos los fallecidos han sido diagnosticados. Solamente en nuestro país,
tomando en cuenta el exceso de muertes de 2020 en relación con el año anterior,
la cantidad de muertos ronda el medio millón. El luto ensombrece muchos hogares
y muchos corazones. El virus se ha llevado a padres, hijos, cónyuges, hermanos,
amigos, novias, novios.
De quienes han
logrado superar la enfermedad, un segmento no insignificante ha quedado con
secuelas graves en la salud y en el alma. El coronavirus ha dejado daños
permanentes y severos en muchas de sus presas. Les ha afectado los pulmones,
los riñones, el estómago, el corazón, la vista, los genitales o el sueño. No
sólo: también ha vulnerado la confianza y el optimismo de las víctimas al
mostrarles con toda crudeza su extrema fragilidad, la delgadez del hilo del que
pende la vida, la indefensión ante ciertos ataques arteros de una enfermedad.
Y la angustia nos
ha hecho compañía no sólo por el temor al contagio, sino por saber que las
camas y los respiradores con que se cuenta para atender a los enfermos resultan
insuficientes. Son desgarradores los relatos de los familiares de contagiados
que recibieron en el hospital la respuesta de que no había sitio para un
paciente más. Aunque no lo hayamos sufrido, podemos imaginar la sensación de
irrealidad y sinrazón al recibir esa respuesta en el sitio en donde radicaban
las esperanzas de que el ser querido fuera salvado de la muerte. Podemos
imaginar la zozobra, la desesperación mientras se buscaba otra opción sin la
certeza de que podría encontrarse.
Y el encierro, la
fatiga indecible de las horas de confinamiento, la prisión domiciliaria, la
ansiedad de paseos imposibles, la renuncia a encontrarse con alguien a quien se
ama, se extraña, se añora. La sana distancia que nos veda el beso, el abrazo,
el apretón de manos que tanta falta hacen. La renuncia al mundo en el que
habíamos vivido siempre sin la sospecha de que podía esfumarse: adiós a los
restaurantes, los bares, los cafés, los cines, los teatros, las librerías, las
iglesias, los gimnasios, las piscinas, las reuniones con amigos. Y los niños
sin poder jugar con los de su edad, sin salir a tomar el aire, a correr, sin ir
a la escuela en la que no sólo se adquieren conocimientos impartidos por los
profesores sino se aprende a socializar, a humanizarse.
Y las noticias
diarias sobre el número de contagios y de muertos, y sobre los contagios o la
muerte de conocidos. El café del desayuno más amargo aún porque no se puede,
salvo que se tenga corazón de piedra, recibir esas noticias sin que el ánimo
decaiga, sin que el alma sienta el retortijón de la pesadumbre, la turbiedad de
una pesadilla que parecía interminable. Y la indignación al pensar que muchas
de las muertes pudieron evitarse si nuestras autoridades no hubiesen actuado
con tan descomunal negligencia, si hubiesen atendido desde el primer momento
las recomendaciones de los especialistas.
Y, sin embargo, ya
se ve la luz al final del túnel. Las pestes de siglos pasados fueron más
mortíferas y duraderas. No se sabía cómo combatirlas o los antídotos tardaban
mucho en descubrirse o estar listos. Ahora, en cambio, las vacunas se han
fabricado en menos de un año y han empezado a aplicarse. Nada devolverá la vida
a los muertos, pero la tasa de fallecimientos empezará a decrecer
progresivamente. Volveremos a presencias, sitios y actividades que hoy echamos
de menos y que hacen falta para darle más sabor y más color a la vida. La noche
nunca es eterna.
Hemos aprendido que
nada de lo que gozamos está asegurado y que todo puede desvanecerse si nos
descuidamos o si la suerte nos da la espalda, y ese aprendizaje nos hará
disfrutar más de todas esas cosas que hacen que vivir sea maravilloso.
Fuente:
https://www.excelsior.com.mx/opinion/luis-de-la-barreda-solorzano/un-ano/1437218
(26/03/21)