Lady Di

20 años después de su muerte, la devoción por la princesa Diana de Gales está intacta. Se le siguen dedicando canciones y poemas, flores y lágrimas. Quizá ninguna otra princesa en la historia haya sido tan querida, tan recordada, tan llorada. Atraía profundamente, pues más allá de su belleza, su elegancia y su porte, tenía encanto. No obstante, la desazón que le provocaba su deplorable relación conyugal, su sonrisa era un arcoíris. Ejercía, también, por decirlo con palabras de nuestro músico-poeta Agustín Lara, el hechizo de la liviandad a tal punto que bailó con John Travolta en una velada ofrecida en la Casa Blanca.

            Diana, como la princesa de Rubén Darío, estaba triste, pero esa tristeza no opacaba su esplendor. A partir de que recuperó su soltería fue mucho más intenso su involucramiento en causas humanitarias. Fue de las primeras figuras en acercarse a los afectados por el virus del sida. Abogó por la erradicación de las minas antipersonas en zonas que ella misma recorrió. Dio su apoyo a hospitales y escuelas, a organizaciones solidarias. Participó en campañas de vacunación de niños africanos. Fue más, mucho más, que una princesa.

            Como a todos los elegidos de los dioses, la muerte se la llevó muy joven. Diana y su novio Dodi Al Fayed salieron del hotel Ritz de París —propiedad del multimillonario egipcio Mohamed Al Fayed, padre de Dodi— poco después de medianoche queriendo escapar de los paparazzi, “esa jauría de perros que la siguió, la persiguió, la acosó, la llamó, la escupió y trató de obtener una reacción airada para conseguir una fotografía”, como los describió Guillermo, hijo de Lady Di.

            El vehículo en el que huían, perseguido por los fotógrafos, no era manejado por un conductor profesional, sino por el número dos de seguridad del hotel, Henri Paul. El coche se estrelló en el pilar 13 del túnel del Puente del Alma. Murieron en el acto Dodi y Paul. Sobrevivió Trevor Rees-Jones, guardaespaldas de Diana, el único que tenía puesto el cinturón de seguridad. A ella, que agonizaba atrapada en el vehículo, los servicios de emergencia tardaron una hora en sacarla para llevarla al hospital. Murió a las 4:05 de la madrugada del 31 de agosto de 1997.

            El juez de instrucción francés que conoció del caso, Hervé Stéphan, concluyó en 1999 que Paul, además de que conducía a alta velocidad, estaba ebrio —con un nivel de alcohol en la sangre de 1.74 gramos por litro, tres veces más de lo permitido para conducir— y bajo el efecto de medicamentos incompatibles con el alcohol, por lo que no estaba en condiciones de mantener el control del vehículo. “No existe ningún elemento que dé crédito a la tesis de que el accidente fue fruto de una conspiración”, concluyó Stéphan.

            Mohamed Al Fayed no aceptó la conclusión. Desde el principio había afirmado que la princesa estaba embarazada de Dodi y el anuncio de su matrimonio era inminente. La familia real “no podía aceptar que un musulmán egipcio pudiera convertirse en padrastro del futuro rey de Inglaterra”.

            Probablemente fue esa gravísima acusación la que motivó que el oficial judicial de la Casa Real británica encargara a Scotland Yard una nueva investigación, la cual duró dos años y costó 3.7 millones de libras. En diciembre de 2006 se dio a conocer el resultado en un informe de 832 páginas. La conclusión fue la misma que la del juez francés: no hay evidencia alguna de que el accidente respondiera a una conspiración. Además, se comprobó que Diana no estaba embarazada.

            Los paparazzi motivaron la huida, pero no causaron la muerte. Las causas ciertas e inmediatas fueron el estado de ebriedad de Henri Paul y la excesiva velocidad a la que conducía la limusina. Tres de los paparazzi fueron condenados al pago de ¡un euro! por violar el derecho a la intimidad al tomar fotografías del accidente.

            Una vida extraordinaria y una muerte absurda. ¿Por qué Diana tenía que huir exponiendo su vida si ya se sabía de su noviazgo con Dodi y los paparazzi ya los habían descubierto y fotografiado? ¿Por qué eligió o aceptó como conductor a un hombre ebrio? ¿Por qué, por mucho que ansiara que los paparazzi la perdieran de vista, permitió que el borracho condujera a velocidad vertiginosa y no usó el cinturón de seguridad?

Dreamers

Lo ha dicho inmejorablemente Barack Obama: es una cuestión de decencia básica. “Se trata —puntualizó el expresidente— de si somos gente que golpea a jóvenes, esperanza de Estados Unidos, o si los tratamos como queremos que nuestros propios hijos sean tratados. Se trata de quiénes somos como seres humanos y quiénes queremos ser”.

            La bofetada ética no podía ser más contundente. Los dreamers viven en aquel país sin tener culpa alguna de su residencia. Niños aún, sus padres los llevaron consigo escapando de la dura realidad de sus propios países, flagelados por la inseguridad, los ingresos insuficientes, la falta de horizontes promisorios. No tiene sentido expulsarlos. No han hecho ningún daño a nadie. Han sido respetuosos de los estadunidenses y de las leyes de su país de acogida.

            Crecieron en Estados Unidos. Son niños que estudian en las escuelas de ese país, jóvenes adultos que están empezando carreras. Son estadunidenses ––defiende Obama–– en sus corazones, en sus mentes, de todas las formas, menos en el papel. Algunos no supieron durante mucho tiempo que eran indocumentados. Se enteraron al aplicar a un trabajo, a una universidad, a una licencia de conducir. Sus padres les contaron entonces la historia del éxodo. No se imaginaron que su origen les acarrearía el riesgo de ser corridos del país en que han discurrido sus vidas.

            Echarlos no reduciría la tasa de desempleo, no aligeraría los impuestos de nadie, no aumentaría ningún salario. No hay un imperativo legal de hacerlo. Tanto presidentes del Partido Demócrata como del Partido Republicano les han permitido permanecer con base en el principio legal de la discrecionalidad del fiscal. Obama quiso darles cierta seguridad jurídica con el Programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, siglas en inglés), anunciado el 15 de junio de 2012.

            Los requisitos establecidos para adscribirse a ese programa fueron: ser menor de 31 años en esa fecha; haber llegado a Estados Unidos antes de los 16 años; haber residido en el país, por lo menos, desde el 15 de junio de 2007; estar estudiando o contar con certificado de secundaria o de desarrollo de educación general, o ser veterano con licenciamiento honorable de la Guardia Costera o de las Fuerzas Armadas; no ser convicto de delito grave ni de tres o más delitos menores ni representar una amenaza para la seguridad nacional o la seguridad pública.

            “Lo que nos hace estadunidenses —ha dicho Obama— no reside en el origen de nuestros nombres ni en la manera en que rezamos, sino en nuestra fidelidad a un conjunto de ideales; que todos fuimos creados iguales; que todos merecemos la oportunidad de hacer de nuestras vidas lo que queramos hacer; que todos compartimos la obligación de levantarnos, hablar y asegurar nuestros valores más preciados para la próxima generación”.

            El Congreso tiene la última palabra. En su decisión está la suerte de aproximadamente 800 mil dreamers, de los cuales 80% son de origen mexicano. La policía los tiene perfectamente localizados. No sería difícil ir por ellos para expatriarlos. Pero los apoyan varios gobernadores, Mark Zuckerberg —creador de Facebook—, Apple y otros titanes de la tecnología. Encendamos nuestras veladoras interiores —las únicas verdaderamente eficaces— para que el Congreso impida el triunfo de la indecencia.

            Los dreamers de origen mexicano son la generación más preparada de la historia de México. A diferencia de los jornaleros que emigraron en la década de los noventa del siglo pasado, el 98 % es bilingüe; el 70% tiene estudios superiores; el 91%, trabajo fijo.

            Si se les deporta, más allá del respaldo retórico —los recibiremos con los brazos abiertos—, lo cierto es que, como advierte Eunice Rendón (Agenda Migrante), las medidas anunciadas —afiliación al seguro popular e inscripción a la bolsa de trabajo de la Secretaría del Trabajo— son claramente insuficientes para integrarlos decorosamente, incluyéndolos en el mercado laboral, aprovechando sus capacidades y haciéndolos sentir parte de México. Ni siquiera lo hemos logrado con muchos de los jóvenes adultos que no han dejado de residir en nuestro país. ¡Que no se nos apaguen ni un instante las veladoras!

Golpes en la vida

Una ironía insospechada del azar: precisamente en el aniversario del sismo más devastador sufrido por nuestro país, otro, también terriblemente dañino, volvió a estremecernos (en más de un sentido). Como apunta Rafael Pérez Gay: “El destino juega a los dados con nuestras vidas”.

            Al escribir estas líneas se han registrado, entre la Ciudad de México y los estados de Puebla y Morelos, más de 200 muertes. Las más tristes son las de los niños del colegio Enrique Rébsamen, que se vino abajo mientras estaban en clases.

            ¿Cómo describir la rabia y la impotencia, el pesar profundo, ante el hecho de que unos pequeños mueran sepultados por las piedras mientras sus padres se aferraban a la irrenunciable esperanza de lo improbable? César Vallejo escribió:

            Hay golpes en la vida tan fuertes… ¡yo no sé!

            Golpes como del odio de Dios…

            Así como algunos aseguran que el furioso movimiento de la tierra es un castigo divino, otros culpan a la maldad del gobierno de la catástrofe. Lo cierto es que las autoridades, las federales, las capitalinas y las estatales, han reaccionado como era debido: con prontitud y eficacia (hasta donde ésta es posible).

            Ese es su deber en todo caso, sin duda, pero es mezquino no reconocer que lo han estado cumpliendo bien, acertada y diligentemente, a la altura de las infaustas circunstancias.

            Ante la descomunal tragedia, en la Ciudad de México miles de personas, mujeres y hombres de todas las edades y condiciones sociales, se han afanado en ayudar a las víctimas, unas queriendo colaborar en el rescate de los atrapados entre los derribos, otras haciendo donaciones en dinero o en especie —se han acopiado toneladas de víveres— y otras más brindando hospitalidad a quienes perdieron sus casas o las dejaron por temor o por los daños que presentan.

            En estas desgracias colectivas hay quienes se dedican a los asaltos, a la rapiña o a la especulación miserable. Aprovechan el mal ajeno, agrandándolo, para medrar. Les es aplicable la sentencia del filósofo austriaco Karl Kraus: “El diablo es optimista si cree que puede hacer peores a los hombres”. Y también la del poeta argentino José Pedroni: “Los malos no son otra cosa que inválidos de espíritu”.

            Pero también hay quienes, en mucha mayor cantidad que los anteriores, sacan del baúl del alma lo mejor de su humana índole —la que está trenzada, según nos enseñó William Shakespeare, con la misma materia con la que se trenzan los sueños— y hacen gala de virtudes que engrandecen a quien las practica: la generosidad, la compasión y el coraje.

            La generosidad es la disposición de ayudar a los demás en sus problemas o necesidades sin esperar nada a cambio de ello. “Ser generoso —sostiene el profesor francés André Comte-Sponville— es estar liberado de uno mismo, de las bajas cobardías, las ridículas posesiones, las pequeñas cóleras y las miserables envidias”.

            La compasión nos hace ponernos en el lugar del que está sufriendo para comprenderlo y auxiliarlo. Comte-Sponville recomienda no confundirla con la piedad, que se siente de arriba abajo porque realmente es lástima. “Por el contrario, la compasión es un sentimiento horizontal: sólo tiene sentido entre iguales, o más bien, y mejor, realiza esa igualdad entre quien sufre y el que, a su lado y en un mismo plano, comparte su sufrimiento”.

            El coraje, explica Fernando Savater, es una palabra que proviene de una voz latina que significa corazón y “consiste precisamente en tener un corazón grande y fuerte”, es decir, capaz de impetuosa decisión y ánimo firme. Se necesita coraje para hacer frente a los infortunios sin dejarse vencer apriorísticamente por la resignación o la superchería de que no podemos incidir en el curso de los acontecimientos.

            Para ejercer tales virtudes es preciso estar imbuido de amor al género humano y de amor a sí mismo —sin el segundo, el primero es sencillamente impensable—, pues quienes actúan honrándolas lo hacen por su convicción profunda, su temple, su pasión.

            No podemos evitar lo inevitable, los sucesos fatales y azarosos —los golpes de la naturaleza, por ejemplo—, pero sí enfrentarlos con nobleza y determinación.

La niña que nunca estuvo

Entre el dolor de la tragedia, cualquier rescate era una fiesta. Los rescatistas mexicanos y extranjeros ––con el apoyo de miles de voluntarios y el aliento de millones de televidentes que seguían las incidencias con el alma estremecida–– no escatimaban esfuerzos por desenterrar de entre los escombros, ese hades producido por el sismo, a todas las personas que aún respiraran.

            ––Aquí estoy––, escuchó uno de ellos. Era una voz femenina, todavía algo infantil. La piel se le erizó. En el colegio derrumbado en el que habían muerto decenas de niños, una niña o una adolescente estaba viva. La había detectado su impresionante artilugio tecnológico.

            Los rescatistas han tenido el auxilio de un impresionante artilugio de tecnología de punta, que parece propio de una película o un relato de ciencia ficción. El dispositivo ––al que llaman equipo visor de pared–- utiliza un radar, similar al de los barcos, que dibuja un mapa tridimensional de la zona que se está analizando, capaz de detectar el mínimo movimiento a una distancia de hasta 12 metros.

            ––Estoy bien. Tengo dolor en la espalda y las piernas, tengo hambre y mucha sed. La garganta y los labios se me han resecado por tanto tiempo sin beber una gota. Pero estoy bien. Quedé bajo una mesa que se ve muy fuerte. Creo que me protegió de los trozos de piedra que iban cayendo.

            El rescatista transmitió de inmediato la noticia. Los máximos responsables de las operaciones, almirantes Enrique Sarmiento y José Luis Vergara, subsecretario y oficial mayor de la Secretaría de Marina respectivamente, la dieron a conocer a los medios de comunicación. Tenían ubicada a una sobreviviente del colegio Enrique Rébsamen. Su rescate era inminente, pero había que proceder con cautela para no lastimarla.

            Todo el país, a pesar del luto, se alborotó. La niña o adolescente había ya informado que tenía 12 años ––la edad fronteriza entre la infancia y la adolescencia–– y que se llamaba Frida Sofía. México contenía la respiración esperando el momento ––muy cercano, según decían los almirantes–– en que Frida Sofía apareciera ante las cámaras de televisión viva, sí, milagrosamente viva.

            Muchos no nos despegábamos del televisor y postergábamos la salida al trabajo: queríamos ser testigos del instante en que se consumara el milagro. Una joven con vida era una enorme alegría en medio de la tristeza, del duelo por tantas muertes, pérdidas de casas y otros bienes.

            Pasaban los minutos, transcurrían las horas, y Frida Sofía no salía de su pétrea prisión. Se le hizo llegar una sonda para que tomara agua. La ausencia prolongada de líquido es un tormento. Lo sé porque después de mi coma diabético y mi pancreatitis estuve sin beber durante días, y soñaba entonces que el suero que me alimentaba era una cuba con mucho limón y hielo. Qué bueno que Frida Sofía pudiera beber.

            ––Los rescatistas están a centímetros del cuerpo de Frida Sofía––, informaban los diarios y los noticieros. En la calle, en las oficinas, en la mesa de las familias el tema era ineludible: ––¿Oyeron o leyeron cómo va el rescate de la niña?

            El almirante Vergara alimentaba la ilusión dando detalles de la ubicación de la menor y de la estrategia para rescatarla:

            ––Tuvimos que cambiar la estrategia para hacer unos cortes en los escombros. El tiempo se nos viene encima. Esperemos que en breve podamos estar rescatando a la niña. Nos estamos comunicando con ella. Nos dice que está muy cansada.

            La burbuja de esperanza estalló cuando Aurelio Nuño, el secretario de Educación Pública, dio a conocer que ninguno de los padres había buscado a una hija llamada Frida Sofía y que no había registro de ninguna estudiante con ese nombre. Asombrosamente, el almirante Sarmiento declaró, desmintiendo sus anteriores declaraciones, que no había ninguna niña ni ningún niño vivo en el derribo del colegio.

            Si aceptamos que la invención de Frida Sofía no tenía sentido razonable alguno, tendríamos que admitir la posibilidad de que el rescatista que dio la versión efectivamente haya creído en ella. ¿Es que el anhelo del milagro puede llegar a producir el milagro mismo en la mente del anhelante? Así ocurría en algunos episodios de Dimensión desconocida, mi serie de televisión favorita. Ω